miércoles, 24 de abril de 2013

Partes de guerra


Es el Anfiteatro del Hospital Universitario. Afuera, decenas esperan saber si entre los caídos en la guerra entre cárteles está su familiar.
Adentro, un grupo de sujetos con uniformes blancos y tapabocas, algunos con iPod, labora de manera automática en aquel espacio con olor intenso a formol y carnicería que se cuela hasta el paladar, dejando un sabor amargo en la garganta.
“Nunca se te olvida tu primer muerto”, dice uno de tantos forenses en aquel sábado de sol. “Como que te persigue, lo piensas seguido”.
Como reportero, había visto gente sin vida, pero como voluntario de este servicio de la Procuraduría estatal, durante dos semanas, no me tocó sólo uno, sino 16 acribillados en el interior del Bar Sabino Gordo la noche del pasado viernes 8 de julio.
Para conocer desde adentro lo que viven, sienten y hasta sufren los trabajadores del Servicio Médico Forense solicité colaborar como voluntario en una de sus unidades, tras una capacitación, que incluyó el uso de guantes y tapabocas, el traslado de cuerpos y el comportamiento prudente en una escena del crimen. Todo movimiento debe ser autorizado por la Ministerial y Periciales.
El cuadro en el Semefo, tras la masacre en el Sabino Gordo, es avasallador: cuerpos sobre cuerpos en planchas metálicas, listos para la autopsia.
Pese a que están lavados, o quizá por eso, es imposible dejar de mirar en aquellos desnudos bañados por la luz eléctrica sus mejillas, brazos y pechos agujereados por las balas, así como sus pliegues de carne destruida.
Allá, lo inverosímil: la cabeza de un hombre abierta de par en par a causa de los disparos.
“Hay trabajo”, dice por decir algo un forense, Felipe, y un empleado del anfiteatro expresa un “mjm” aburrido.
Ya están acostumbrados. Las armas en la calle provocan esto y más. Ya escasean los servicios por heridos de bala en las estaciones de emergencias: muy pocos sobreviven.
Contemplo esta escena 15 ó 20 minutos y salgo dejando atrás a aquellos despedazados, algunos con los brazos casi levantados como implorando ayuda, junto a otros, víctimas posiblemente de muerte natural, como ancianos famélicos.
Me descubro triste. Para quien mira por vez primera un exterminio así, es difícil no sentir un ligero temblor en el cuerpo.
“Y no entramos al cuarto frío”, dice con ironía José Luis, otro forense. “Puro acartonado. Tres meses y a la fosa común. Es otro olor”.
Las tres unidades del Servicio Médico Forense que posee el Estado, a cargo de Cruz Verde, llegaron esa noche al Sabino Gordo. Luego de que las ambulancias trasladaron a los heridos, algunos de los cuales murieron en el camino al hospital, y de que periciales trabajaran en sus indagatorias, los forenses fueron autorizados a llevarse los cuerpos.
Se actuó con rapidez y de manera automática, como siempre, embolsando cadáveres bañados en sangre, casquillos, botellas quebradas, humo, penumbra. Pese a la fiesta interrumpida, siguió la música.
En Cruz Verde son cuatro forenses por turnos de 24 horas. Cuando pasa algo como lo del Sabino Gordo, los paramédicos deben abandonar sus ambulancias para acudir a la penosa tarea.
“Esto no es nada”, dice un forense. “Que te toque un putrefacto para que veas lo que es esto.
“A ésos te los avientas con mucho Vicks en la nariz, dos o tres tapabocas y guantes”.
El primer muerto de Felipe fue uno de ésos, con varios días sin vida y de 150 kilos de peso. Vomitó en el trayecto.
A José Luis le tocó un prensado, de los que no se ven mucho porque la gente ya no circula de noche por las balaceras.
Mientras recuerda sucesos, subí a la camioneta del Servicio Médico Forense dejando atrás a las víctimas de la peor masacre en la historia de Nuevo León y una de las más sangrientas en el País. Uno de los forenses se preguntó cuándo terminará esto. Nadie respondió.
Y sí: uno como rescatista no olvida a su primer muerto. Y más si son 16 al mismo tiempo.
***
La jornada inicia el sábado cuando el Ejército halló una fosa con restos humanos en Pesquería, en un paraje junto a tejabanes de la Colonia CROC de ese municipio.
Tras autorizarme la entrada como voluntario y ser capacitado, me incorporo a una unidad con Felipe y José Luis. Ataviados con el mono blanco de plástico, los pasajeros que miran desde otros vehículos no adivinarían que vamos escuchando música de los 70.
Aunque llevan poco juntos, la pasan bien. A sus 40 años, Felipe tiene hijos casados y nietos, y José Luis apenas va para los 25 años, tiene una niña que sabe que su papá llegará “cuando salga el sol al otro día” y dice que le gusta lo que hace aunque no están exentos de riesgos.
“A otros compañeros sí les han bajado cuerpos”, relatan. “A nosotros nomás nos han seguido camionetas”.
Llegamos. En sus vehículos los soldados esperan aburridos y acalorados en aquella brecha inhóspita y llena de zancudos. Una grúa soporta una camioneta blindada hallada en la zona.
“Echemos un vistazo”, dice Felipe al bajar de la camioneta.
Nos internamos en la fronda en la que nada había, salvo botes de líquidos y envoltorios de comestibles.
Los soldados hallaron trozos de huesos quemados. A lo lejos había tambos con restos de diesel; más allá, esposas.
El olor a combustible de los restos en la superficie aún se percibe. El delito parece muy reciente.
Ahí, de acuerdo a periciales, tres adultos fueron martirizados y acribillados. Luego, quemados.
El ambiente lucía con riesgo, pero unos a otros se dan ánimos.
“Lo que sí es que si nos caen los malitos… Pero aquí con los soldados estamos bien. Ellos nos han dicho que en caso de un ataque no nos pongamos a correr como locos, que nos quedemos con ellos”, comenta un forense.
Cuatro horas después trasladamos los restos. Al salir por la brecha, atrás del convoy militar, se escucha en la radio “Fortunate son”, de Creedence, como si a alguien le quedara duda de lo que reflejan estos días de combate.
Sí, a los forenses les dan asco y horror los saldos de esta guerra, pero se asumen fríos y sin duelo alguno al hacerlo. Es un trabajo.
“Imagínate si nos pusiéramos a lamentar cada cosa que vemos”, dice uno. “No acabaríamos, porque si bien un día tenemos uno o dos muertos, hay otros en los que no paramos: uno tras otro”.
Pese al luto permanente que uno esperaría hallar en estos forenses, las bromas y travesuras entre ellos son frecuentes.
Tienen miedo, pero no han llegado a sufrir pesadillas, aunque sí a soñar que llevan y traen cadáveres todo el tiempo. Despiertan agotados, añaden, valorando más la vida.
“Y a darle”, afirma el más joven al continuar su jornada de 24 horas consecutivas por 24 de descanso, con un sueldo poco mayor a los 6 mil pesos al mes, en tanto el otro dice que con su trabajo se le quitó lo miedoso.
“Nada te espanta si vienes de ver todos los días el infierno”, añade y comenta que los amigos suelen preguntarles si les tocó recoger a tal o cual sicario famoso.
Dejamos los huesos en el anfiteatro. El personal los recibe desencantado casi como necedades. En medio de lo que dejó la masacre del Sabino Gordo, más restos hallados en el campo parecen sólo más labor y tedio.
Tras contemplar los cuerpos destruidos de aquel bar, los forenses se reportan disponibles. “Que no hay jale”, expresa uno.
Veinte minutos después de estar en el anfiteatro, de dejar en un contenedor los trajes y guantes y de asearnos con algodones con alcohol que traen en el vehículo, los forenses y yo comemos pollo asado y papas fritas.
“Así es esto”, sonríe José Luis. “Ha pasado que nos cae un reporte de descuartizados cuando estamos comiendo y le apuramos mientras vamos en camino”.
Si una labor así no mata el hambre, nada lo hace en estos días de exterminio.
***
A diario les toca lidiar con la muerte.
Para ellos es común llegar a sitios en los que no hay autoridad y cuando, incluso, los delincuentes aún sostienen enfrentamientos a sangre y fuego.
Son los forenses y los paramédicos, hombres y mujeres, muchos voluntarios, cuya labor humanitaria ha cobrado un papel determinante en la guerra que el crimen organizado ha desatado en Nuevo León y que, hasta anoche, había dejado la cifra récord de 961 muertos en lo que va del año, muy por encima de los 610 crímenes de todo el 2010.
Durante dos semanas y tras una capacitación básica, en la que se acordó no intervenir en acciones vitales, un reportero de EL NORTE acompañó como voluntario durante jornadas completas a paramédicos de la Cruz Verde de Monterrey y a elementos del Servicio Médico Forense.
Con ellos atendió reportes a cualquier hora del día y la noche. Lo mismo acudió a choques y atropellos leves que a reportes de baleados, fosas clandestinas y tiroteos, un poco de lo que a diario viven estos rescatistas, héroes anónimos.
Se estima que, en lo que va del año, el Servicio Médico Forense, subrogado por la Procuraduría estatal a la Cruz Verde, ha realizado más de 2 mil 700 traslados en Nuevo León, cifra que incluye no sólo víctimas de la violencia, sino también ha muertos naturales, por enfermedad o accidentes.
A su vez, los paramédicos de la Cruz Verde han acudido, en el mismo lapso, a poco más de 10 mil 100 llamados de diversa índole.
Aunque ambas corporaciones atienden también casos que no están vinculados con el crimen, son las víctimas y los hechos de la delincuencia organizada los que más los marcan.
Les han bajado de manera forzada pacientes o cadáveres de sus vehículos, los han perseguido y hasta impedido brindar su servicio.
También se han visto perturbados ante el hallazgo de fosas comunes, descuartizados y decapitados, convirtiéndose en testigos de cómo ha escalado la manera en que se perpetran los crímenes.
Muestra de esto es la reciente masacre del 8 de julio, cuando un comando acribilló a 20 personas en el bar Sabino Gordo.
“Nunca había visto algo así aquí, (era) un pin… infierno”, citó un forense a su compañero, que trabajó bajo presión debido a que siempre que llegan a un lugar así hay la zozobra de que los asesinos regresen.
A ellos les tocó reunir a los muertos en los únicos tres vehículos del Servicio Médico Forense con los que cuenta el Estado, los cuales salieron custodiados por federales y soldados, como se ha vuelto una costumbre para evitar que algún comando intente rescatar los cuerpos.
Antes de esa noche, lo más cercano a esa masacre había sido el “miércoles negro”, como le llaman al pasado 15 de junio.
Ese día se alcanzaron 33 víctimas mortales en el área metropolitana, cifra superior a la de cualquier jornada hasta el momento en Ciudad Juárez, la ciudad más violenta del País.
Sólo a la unidad de un forense le tocó recoger a 10 cuerpos esa noche.
“Acabamos cansadísimos, todos perturbados”, cuenta.
“Imagínate que entras a la (Colonia) Moderna por dos y en una esquina te dicen que hay otro y, más allá, otros. No lo creíamos. Estuvo horrible”.
Ese día, la última de las víctimas, la 33, cuya muerte se dio a conocer después de la jornada sangrienta, fue ejecutada dentro de la ambulancia de una corporación de auxilio.
Ángel Flores, comandante de la Cruz Verde de Monterrey, señaló que la escalada de violencia en Nuevo León empezó a percibirse en la corporación hacia el 2007.
“Afortunadamente no hemos sido víctimas, porque nuestro trabajo es aparte, pero sí han cambiado nuestros hábitos porque los paramédicos llegan a los lugares cuando todavía se están dando balazos, por lo que la orden que se tiene es tomar distancia y aguardar para realizar el trabajo”, dijo.
Tanto paramédicos como forenses tienen jornadas de 24 horas de trabajo por 24 de descanso.
Son 65 paramédicos, de los cuales 19 son voluntarios, mientras que en el Servicio Médico Forense hay cuatro elementos por turno. Cada uno gana, en promedio, de 6 a 7 mil pesos mensuales.
La Cruz Verde cuenta con 10 ambulancias, en tanto que de forenses hay tres unidades.
Otra manera en que se percibe la mayor violencia y el impacto de las armas cada vez más poderosas que usan los delincuentes es que ahora los ataques dejan menos heridos y más muertos.
Sin embargo, afirman que no todos los días son iguales en cuanto a la cantidad de heridos y traslados.
“Antes había uno o dos baleados por mes, de pandilleros o asaltos con armas de postas o calibre .22″, dijo el comandante.
“Ahora, como puedes tener uno o dos baleados un día, en otro te tocan los 20 del Sabino Gordo… Nada se puede prever”.
Flores dijo que, aunque no se han dado deserciones en el personal de Cruz Verde, la situación sí ha afectado en el ánimo.
“Van con más tensión, definitivamente, porque les toca llegar en medio del peligro y ver cuerpos destrozados”, aseguró.
***
El último servicio de la jornada con los forenses llega a la medianoche. El reporte de un baleado en Avenida Nazas, al lado del Cerro de la Campana, nos hace despertar de la dormitada, ponernos los monos de plástico, guantes y boquillas, e ir a una de las zonas más violentas de la Ciudad.
Ministerial y Seguridad Pública ya tienen acordonado. A bordo del vehículo esperamos a que se recogieran evidencias, en tanto los oficiales se mantienen alertas con armas de alto poder.
En eso, un ministerial que tenemos enfrente le grita detenerse a alguien que viene detrás de la camioneta del Semefo.
“¡Párate, pen….! ¡Párate!”, aulló y junto a otros apuntan hacia esa dirección. Y hacia nosotros.
José Luis y yo nos inclinamos a toda velocidad hacia Felipe, el operador, sin saber quién o quiénes son los que vienen.
En realidad es uno que, con la nariz destrozada, viene huyendo de asaltantes. Los ministeriales lo interrogan y lo dejan ir.
“Vamos a bajarnos”, dice Felipe. “Péguense a la camioneta, no nos vayan a tirar desde el cerro”.
Sin dejar de mirar hacia las luces en lo alto de una loma y parapetados en la unidad contemplamos a los ministeriales que permanecen apuntando hacia lo alto de Río Nazas rumbo a Las Torres. Esperan el arribo de pistoleros. Llegaría la nada.
“De uno de estos cerros bajé a cuatro putrefactos”, cuenta José Luis. “Estaban en un tejabán. Los tabletearon hasta matarlos”.
Los oficiales empiezan a charlar y llega el Ejército a patrullar la zona. Alivio. Pero la expectativa se mantiene. Cuántas veces ha pasado que los comandos llegan y se llevan los cuerpos.
Cuando nos dejan pasar vemos un montón de casquillos en un depósito. Intuimos que ahí está el cuerpo.
En realidad está al fondo de uno de los penumbrosos callejones, en una de las casas a las que se puede llegar tras bajar una treintena de escalones desiguales de concreto. Hasta ahí llegó Alejandro Michel, de 17 años, aparentemente un inocente más.
Bajamos con la canastilla de plástico, quizá de 10 kilos. Al paso, curiosos, llantos sordos. Entre más descendemos más lejos queda el vehículo y la posible escapatoria en caso de una balacera.
Sin dejar de voltear, llegamos al sitio donde el joven murió: pesaba no menos de 100 kilos.
Tras embolsarlo y sujetarlo a la canastilla, subirlo nos lleva 10 largos y cansados minutos. Enseguida, salida rápida.
Al llegar al anfiteatro, los del Sabino Gordo ya han desaparecido. Sólo se encuentra, en un rincón, una anciana escuálida.
Comprometidos con su misión, los forenses levantarían en días posteriores a descuartizados, decapitados, putrefactos, acribillados. El martes fueron 19. Escándalo de cuerpos que quizá ni de tumbas gocen.
El miércoles, cuatro sujetos son abatidos por el Ejército en un parque de Colonial Cumbres. Allá vamos y aguardamos a que soldados, ministeriales y periciales revisen las pertenencias de esos jóvenes de ojos abiertos y vida cancelada: armas, chips de celulares. Nada. Ni carteras traen, fotos de mujeres, hijos, madres.
Ni un solo recuerdo digno.
La autoridad le toma fotos a los tatuajes: puras fantasías.
“¿Qué piensas al verlos?”, le pregunto a José Luis, quien aguarda pasmado a que terminen de examinar a los hombres ensangrentados y con agujeros.
“En quiénes serían, qué dejaron atrás”, dice el joven.
Salida rápida y con custodia hacia el anfiteatro, dado que hay la amenaza de que vengan por los cuerpos. En eso, a Felipe le cae una llamada: otro nuevo servicio, un baleado en Cadereyta.
“Vámonos”, dice el rescatista, convencido de la relevancia de su tarea, poco atractiva pero imprescindible.
Sería una noche larga, sin embargo: no era uno. Eran cinco.