jueves, 14 de octubre de 2010

El infierno de Tubutama

La Grilla
HECTOR FROYLAN CAMPOS
El infierno que el realizador Luis Estrada retrata en su más reciente filme, sin duda es la postal más nítida de la realidad social que viven, sufren y padecen cotidianamente los mexicanos a una década de la transición política en el poder público de la República.
Ciertamente, el reconocido cineasta no aporta mayores ingredientes a la trama en que se debate la decadencia política de la derecha gobernante: corrupción, narcotráfico, violencia, muerte, negligencia, inseguridad, son los elementos que matizan los infiernos nuestros de cada día a lo largo y ancho del país.
Pero sería injusto regatear al director de La Ley de Herodes su insistente preocupación por recrear la podrida atmósfera que envuelve y ahoga a una nación donde el desánimo y la desconfianza son los presupuestos domésticos que abonan al caos –“es bueno confiar, pero lo mejor es no confiar en nadie”, algo así pontifica uno los protagonistas del filme—, al tiempo que lanza un grito desesperado porque esta sociedad no pierda la capacidad de asombro.
Viene a cuento esta reflexión por una cuestión eminentemente local. Se trata de otro infierno. O para decirlo de manera más cruda, clara: del mismo infierno con que Luis Estrada sacude y estremece la conciencia del cinéfilo. Se llama Tubutama.
Esa comunidad enclavada en el desierto sonorense, una región a la que peyorativamente se le conoce “el tercer mundo”, presenta rasgos tan dramáticos, violentos y de permanente zozobra muy similares a los que encontró Benny García (Damián Alcázar) a su regreso al pueblo de San Miguel Narcángel.
Muchas familias han preferido emigrar a otras partes de la entidad. Han cerrado sus negocios. Han abandonado sus parcelas. Han tenido que mudar con todo y la otrora apacible costumbre que identificó la idiosincrasia de los lugareños asentados desde la época de los misioneros. Unos corren amenazados. Otros se van por miedo. Muchos más en busca de trabajo y sustento. Pero hay una legión que abandonó al pueblo por encontrar el sosiego perdido.
La razón, es la misma que plantea en su denuncia el realizador mexicano: una sangrienta rivalidad entre bandas del crimen organizado que han hecho del corredor Nogales-Tubutama-Altar-Sásabe-El Saric, una región sin más ley que aquella dictada con el dedo en un gatillo.
Afirmar que Tubutama es hoy en día un pueblo fantasma, no es una exageración ni mucho menos algo para convocar al espanto. Nos queda claro que existen en Sonora, no uno, sino varios municipios a los que literalmente no asiste ni un cura.
Sin embargo, lo que está ocurriendo allá es una cuestión mucho más preocupante porque prácticamente se han conculcado “de facto” las garantías constitucionales e imponiéndose un régimen de sitio: cuando no y a ratos, por parte de algún despistado convoy de militares y policías; cuando sí y de manera permanente, a causa de la zozobra y el terror que desplazan por el territorio las gavillas de los grupos criminales que se disputan uno de los corredores cuyo flujo de drogas e indocumentados es quizá uno de los más atractivos en términos estratégicos (por su cercanía con Estados Unidos), económicos y de seguridad para las mafias.
Recientemente, el alcalde del municipio, Santos Castañeda Barceló, admitió en entrevista publicada en un diario capitalino el inaceptable estado de parálisis e indefensión en que se encuentra la comunidad y sus autoridades.
Lo más grave, es que el titular de la Comuna denunció que nadie, ningún funcionario del gobierno estatal se ha atrevido a pisar el suelo.
La actividad política, social, administrativa, económica, en síntesis, la vida cotidiana en Tubutama, para decirlo con un lenguaje dantesco, está muerta.
Da grima, de veras, documentar el desgano, desinterés y abulia con que el gobierno del Nuevo Sonora asume el infernal caos que priva en ese rincón de la geografía estatal.
Lo cierto es que mientras subsista ese inadmisible “estado de excepción” en Tubutama, difícilmente uno podría dar crédito al discurso optimista y triunfal que el actual régimen difunde como telón de fondo de una película que bien podría equipararse a la cándida Alicia en el país de las maravillas, cuando la realidad nos remite, irremediablemente, a El Infierno de Luis Estrada.
Ni más, ni menos.

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