(1)
Muna Alialal, una niña saharaui que vestía una camiseta con el dibujo de un corazón, me llevó una tarde a ver un juego de béisbol en el desierto. En el sudoeste de Argelia, donde estábamos, las carreras de camello siguen siendo el deporte tradicional, el calor asciende sin freno a los 50 grados y los espejismos son parte de la ficción natural del día. Ver un partido de béisbol en el Sahara parece una ilusión óptica, solo que el bateador estaba realmente allí: llevaba un turbante en lugar de casco y había siete jugadores que corrían descalzos por la arena. El campo de juego era la planicie de piedras y arena conocida como hammada, una palabra árabe que nombra a la porción más árida del páramo más gigante del mundo. La pasión por pegar a la pelota con un bate había llegado hasta donde uno puede morir deshidratado solo por caminar rápido. Muna Alialal había nacido allí: en un campamento de tiendas de lona y casas de adobe cerca de las fronteras de Marruecos y del Sahara Occidental, la tierra de la cual toda su familia había sido desplazada. No tienen trabajo ni moneda propia. Hoy viven más de 150.000 saharauis refugiados en este rincón de Argelia. También los beisbolistas del Sahara.
—Vamo’, mi yunta —alentaba un hombre de turbante.
Los saharauis que bateaban una pelota revestida en cuero parecían los protagonistas de una película mal doblada al español. El hassania, un dialecto árabe, lleva siglos de ser su lengua materna. Frente a Muna Alialal, en el desierto, un beisbolista en segunda base calzaba una gorra de los New York Yankees y gritaba con acento cubano. No es raro que un saharaui hable castellano; el Sahara Occidental había sido colonia de España durante medio siglo, pero los beisbolistas saharauis hablaban con un inconfundible acento caribeño. Se decían “socio” entre ellos y por ratos deslizaban un “chévere” cantarín. Los padres de Muna Alialal huyeron hasta esta parte del desierto a mediados de la década del setenta, cuando Marruecos invadió su país bombardeándolo con napalm. El béisbol había nacido en Europa en la Edad Media —los alemanes inventaron las primeras reglas— y, en el siglo XVIII, los colonos ingleses lo introdujeron en el norte de América. La afición por el bate y la pelota había cruzado el océano, y esa tarde los beisbolistas saltaban con languidez el abismo que separa a los caribeños de los musulmanes. En el Sahara los llaman cubarauis.
Bajo el sol de la hammada argelina, Muna Alialal miraba más allá de los beisbolistas para saludar con la mano a unos adolescentes que, como ella, veían el partido como un pretexto para encontrarse con amigos, una excusa para salir de casa. El juego de pelota nunca ha sido una afición popular en África.
A unos 10.000 kilómetros del Caribe, donde el béisbol es el deporte rey, explicar el origen de los saharauis que juegan al béisbol es narrar la historia de las últimas cuatro décadas del Sahara Occidental. Para sobrevivir en la guerra contra Marruecos, más que a la ONU, más que armas y comida, necesitaban educación. Los saharauis pidieron ayuda a países aliados. Conocieron el béisbol cuando sus primeros refugiados viajaron a Cuba. Por más de 30 años, el Gobierno de Fidel Castro becó a unos 5,000 saharauis para que estudiaran en las universidades de su país. Llegaban a La Habana cuando eran adolescentes y volvían al Sahara graduados de ingenieros, médicos y arquitectos. Pasaban más de diez años en la isla, pero de Cuba solo traían sus diplomas universitarios. Los saharauis viven de los donativos de la comunidad internacional y de los altruistas voluntarios. Los bates y las pelotas de béisbol llegarían al desierto desde República Dominicana. Un beisbolista amateur de Santo Domingo se los llevaría.
—Yo tenía deseos de conocer —me dijo un día Irving Flete desde su pantalla de Skype—, y me lancé a la aventura.
Hoy los cubarauis juegan al béisbol todos los lunes. En su ciudad, Santo Domingo, Irving Flete había jugado de catcher en ligas juveniles de béisbol, y pensó que sería una gran idea llevar este juego al desierto. Un golpe de una bola rápida había lesionado su brazo izquierdo, y Fleteya no pudo volver a competir. Los que esta tarde juegan béisbol entre piedras y arena, si se rompieran un hueso, tendrían que atravesar caminos sinuosos durante horas para hacerse una simple radiografía. Los campamentos de refugiados son un paisaje hecho de retazos de ayuda humanitaria. Hay dispensarios con unos cuantos medicamentos que a veces llegan desde Europa en mal estado, y jóvenes vestidos con ropa de la tienda española Zara. La niña que me guía usa jeans. Muna Alialal miraba el juego como una chica saharaui mira el sol: como una presencia que se mueve sin despertar curiosidad. Irving Flete, en cambio, habla del béisbol en el desierto como la empresa de su vida.
[II]
Irving Flete decidió llevar el béisbol al Sahara un día en que, en una clase de su universidad, una profesora buscaba voluntarios para viajar al norte de África. Por entonces estudiaba Contabilidad, y viajar a países exóticos como cooperante voluntario era simple. En la lógica de las rutinas turísticas, ser filántropo de ocasión en los países más empobrecidos del mundo es posible entre un trekking en las montañas y una excursión de rafting. La guía Lonely Planet para viajeros incluye excursiones a los rincones más miserables del mundo. En su edición de India, por ejemplo, recomienda a la agencia Reality Tours & Travel para cooperar en el municipio de Dharavi, la villa miseria más grande de Asia. Irving Flete se fue de República Dominicana como tantos jóvenes que quieren sentirse útiles en sus días de vacaciones. “Una profesora nos propuso unas vacaciones diferentes”, recuerda. Llevar el béisbol a los saharauis era una forma alegre de devolver lo que el destino le había negado por su lesión en el brazo. Meses después de recibir esa clase en la Universidad de Santo Domingo, un estudiante de Contabilidad cruzó el Atlántico para llevar sus guantes de béisbol al desierto.
—Llegué al Sahara y sentí que no podía respirar.
Irving Flete lo narra con el tono heroico de un aventurero que sobrevivió en una película real. La filantropía, cuyo estilo siempre fuela discreción, se puede narrar hoy como una gran película hecha por anónimos como Flete o famosas como Angelina Jolie. Ella puso sus curvas y labios frondosos a favor de los derechos humanos en Sudán, y Bono, de U2, se volvió la aguda voz cantante de los africanos abandonados a su suerte. Hoy, el misionero que hace de la generosidad una forma de vida convive con el turista solidario.
Cuando Flete marchó al Sahara por primera vez, lo acompañaban diez personas —entre ellos un odontólogo, maestros y un veterinario—. En su equipaje cargó sacos de ropa, medicamentos, útiles escolares, balones de fútbol y todos los elementos para organizar un partido de béisbol. Cuando el estudiante de Contabilidad llegó allí, los saharauis acababan de cumplir 30 años de exilio en sus campamentos de refugio. Su país, el Sahara Occidental, era para Flete apenas una porción de tierra en un planisferio con costa en el océano Atlántico. En una caja con un cartel de “frágil”, el dominicano llevaba un nebulizador. Los trastornos respiratorios son frecuentes en el desierto y la arena empujada por el viento es insidiosa.
La ONU dice que en el mundo existen tantos refugiados como habitantes tiene Colombia. Más de 40 millones de personas han sido desplazadas de sus países y refugiadas en países vecinos por obra de sequías, hambrunas y guerras. En el mapa de las desgracias, los refugiados saharauis son una minoría desplazada y en lucha por el ideal político de recuperar su territorio. Durante 17 años, los saharauis le declararon a Marruecos una guerra de resistencia en el desierto. Marruecos sembró minas antipersonales y construyó para ellos un muro a lo largo de toda la frontera. Luego vino el pleito en los tribunales. Como una bola de béisbol que no acaba de caer en su lugar, la ocupación del Sahara Occidental es un golpe fuera de regla. Hoy, los saharauis son un pueblo cuya historia aparece como paradigma en los manuales del derecho internacional. Desde República Dominicana, Irving Flete iba de camino a un territorio en guerra: una colonia española que en lugar de recibir la soberanía fue entregada a Marruecos. Iba a conocer el pueblo que hoy es el único país de África que no se libra de su colonizador. ¿Qué utilidad tenía meter en su equipaje unos bates y guantes de béisbol parallevarlos al desierto? Flete aún no lo sabía.
—Yo confío en Dios por encima de todo —me dijo.
El exestudiante de Contabilidad es un protestante evangélico que extendió sus vacaciones solidarias lejos de los barrios donde había crecido. Fue bautizado en una iglesia de Santo Domingo, de donde partió hacia el Sahara por primera vez en 2005. Hizo una escala en Madrid y al cabo de más de 20 horas de vuelo aterrizó en un aeropuerto sin cinta transportadora de equipaje. Tindouf, la ciudad argelina más próxima a los campos de refugiados, el mismo sitio al que llegué un año después que Flete a ver un partido de béisbol y donde conocí a Muna Alialal. Era medianoche y el frío del desierto cubría la arena de esa ruta incierta y sin señales. Dos horas de viaje separan el aeropuerto de los campamentos de refugiados. La madre de la niña me esperaba.
[III]
Mi anfitriona había preparado pinchos de carne de camello para cenar. La señora Fatata, risueña y con un velo rosado sobre su cabeza, había tendido un colchón en el suelo para que durmiese allí. Quien visita el desierto comparte las casas de adobe y las tiendas de lona con las familias saharauis. Fatata, madre de Muna Alialal, me ofreció la suya. Vivía allí con seis hijos y un marido a quien nunca vi. En los campamentos de refugiados no hay tuberías de agua ni tendidos de electricidad. Una vela encendida iluminaba el suelo de cemento cubierto de alfombras de colores. Había una tetera encendida en un rincón, un radiograbador, una TV y un teléfono celular con su pantalla rayada por la arena. Olía a tierra. El camello estaba frío —como esa noche de diez grados— y sabía a cartón con arena.
Irving Flete había llevado el béisbol a donde la ayuda humanitaria resulta un parche en el desierto. Las calles por donde me guiaba Muna Alialal forman un laberinto de arena donde es simple perderse. El diseño urbano es parte de una estrategia de supervivencia de los refugiados saharauis: para evitar que los bombardeos produzcan matanzas masivas, se han dividido en cuatro ciudades a las que llaman wilayas, construidas a un promedio de 30 kilómetros entre sí. Cada wilaya tiene un hospital con servicios básicos y escuelas para los niños, donde el castellano se aprende como segunda lengua. Muna había aprendido castellano en el colegio. Su casa queda en la wilaya más poblada: El Aiún. Flete había entrenado a sus beisbolistas cerca de allí.
El aislamiento geográfico ayuda a sobrevivir a los saharauis. Pero la distancia con el resto del mundo también significa la muerte cuando la supervivencia depende de la ayuda que llega de países lejanos. “Aquí hay muchas infecciones intestinales por el exceso de moscas —me dijo un día un médico en El Aiún—, pero sobre todo por beber leche en mal estado”. El médico Mohamed Lauhia también sabía jugar al béisbol. Había estudiado en las universidades de Camagüey y Holguín. Era uno de los seis médicos que atendían a los 43.000 habitantes de El Aiún: su hospital no tiene quirófano y es una de las contadas construcciones de cemento junto a los colegios donde Muna Alialal había estudiado.
La niña nació en una época en que tener hijos no era opcional para las mujeres saharauis, sino una obligación. Para suplir las bajas de la guerra en los campamentos, se dispuso que cada mujer debía tener al menos cinco hijos. Todos crecieron con la dieta básica que ofrece la ayuda internacional: tres kilos de harina, un kilo de arroz, un kilo de lentejas, medio litro de aceite y un puñado de levadura. Son las raciones que el Programa Mundial de Alimentos de la ONU entrega a cada persona por mes. El jabón, los útiles escolares y los colchones los provee un comisionado de Naciones Unidas para los refugiados. La Agencia de la Unión Europea, Echo y la Cruz Roja donan las tiendas, la medicina y brindan médicos. Muna Alialal se puede considerar afortunada. Solo en El Aiún hay más de 150 niños ciegos y 400 discapacitados o con malformaciones. El napalm, las bombas de fragmentación y la hambruna habían causado daño.
—Yo conozco el mar —me dijo la niña esa tarde, mientras caminábamos hacia el partido de béisbol por las calles arenosas de los campamentos.
Muna, la mayor de sus cinco hermanos, había conocido el mar en España.
—El mar me relaja —agregó, con el tono de una mujer adulta que sepermite un placer exclusivo.
Había viajado dos veces a Santander, la capital de la comunidad autónoma española de Cantabria. Algunas familias adoptan niños saharauis para que pasen con ellos los meses de verano. Por unos meses se olvidan de la guerra.
Los bates y las pelotas de béisbol que Irving Flete había traído desde República Dominicana no son el mayor entretenimiento en esta parte del Sahara.
Muna Alialal no solo había conocido el mar de Cantabria. Había perfeccionado el castellano que aprendió en la escuela. Los niños saharauis que viajan a España siempre esperan recibir, además de cuidados, dinero de las familias que los adoptan por un verano. Vivir más de 30 años en esta parte del desierto, solo con raciones de subsistencia y equipamiento básico, es andar directo a la extinción. En casi 40 años de exilio, los saharauis han hecho de los campamentos una ciudad donde no existe la moneda propia, pero donde el dinero es imprescindible. En El Aiún hay una calle que lleva el nombre de la mayor tienda de España, El Corte Inglés, donde venden desde artesanía hecha con piel de camello hasta teléfonos móviles. Unos nueve mil niños y niñas menores de catorce años son acogidos en España cada verano, y las donaciones que reciben son la principal fuente de ingreso de las familias saharauis. Los refugiados necesitan más que alimentos para mantener la dignidad. Un bate de béisbol es un juguete más en el desierto. Los niños matan el tiempo con juguetes que llegan desde España. Ver un partido de béisbol es un plan que solo apetece a un extranjero.
[IV]
La arena y el sol destruyen todo en el Sahara. Junto a Muna Alialal miraba de cerca el juego de béisbol de los saharauis. El guante del catcher parece haber pasado por una picadora. Al bate ya no le queda su empuñadura de goma. La bola tiene las costuras sueltas. “Las bolas que caen lejos a veces no las podemos encontrar y ahí se quedan”, me dijo un hombre mientras observaba el juego con un turbante y una carpeta negra. Su nombre es Mohamed Blal y es el entrenador de uno de los equipos. Estudió Educación Física en Cuba y, para no olvidar lo que aprendió en la isla, organiza partidos de béisbol cada lunes.
—El problema que tenemos los cubanos —me dijo Blal— es que los conocimientos se van perdiendo. Aquí uno siente que de nada sirve haber estudiado.
Hay ingenieros y geógrafos en el Sahara. Si tuviesen el equipamiento, sus conocimientos podrían ser útiles para buscar agua en el desierto. También hay buzos tácticos que llevan años sin ver el mar, porque Marruecos controla la costa del Sahara Occidental en el Atlántico. Fueron educados para servir en una tierra que tiene minas de fosfato y buena pesca. La espera para recuperar su país se dilata, y la utilidad del conocimiento se desvanece. Maima Mahamud, una saharaui de cara redonda y sonrisa nerviosa, estudió Telecomunicaciones en La Habana. Trabajaba con tarjetas para programar computadoras, y con diodos, unos conductores de electricidad. Ya no recuerda para qué sirve un diodo.
—No importaba qué estudiasen —me dijo Bucharaya Bayún, un exministro de Cooperación de los refugiados que hoy vive en Madrid—. Lo importante era que estudiaran.
Mohamed Salem Selima, un saharaui que estudió Biblioteconomía en La Habana, no ha vuelto a tocar un bate ni una pelota. En el desierto no hay bibliotecas. El título cubano le alcanzó para conseguir una beca y mudarse a España. Los cubarauis se marchan allí y envían dinero a sus familias. Pero el desempleo ha aumentado en Europa, y algunos han pensado en volver. Mohamed Salem dice que regresará a los campamentos, donde piensa trabajar de carpintero. Solo en tiempos de escasez es posible saber si donamos lo que nos sobra o si compartimos lo que tenemos. En 2011 llegaron diez aviones menos de los 30 que aterrizaban cada año en los campamentos. Tres mil niños que solían vacacionar con familias españolas se quedaron a pasar el verano en el desierto. La vida en los campamentos depende de esa luz intermitente que es la generosidad ajena, y ante la crisis del euro los saharauis ahora miran hacia América Latina. A unos 30 kilómetros de la casa de Muna Alialal, en la wilaya Smara, hay una escuela que se llama Simón Bolívar.
—Oye, socio —me dijo uno de los beisbolistas cubarauis cuando le hablé de política—, no me desvíes la pelota.
Solo querían hablar de béisbol y de una fiesta que organizaban para esa misma noche después del partido.
Cuando acabaron el juego, en el galpón donde guardaban bates y guantes, vi una bandera de República Dominicana.
Era de Irving Flete.
Después de su primera vez en el Sahara pensó que no volvería.
Regresó al año siguiente.
—Quería motivar a los niños —me dijo por Skype.
El estudiante de Contabilidad dejó la universidad para dedicarse a la ayuda humanitaria.
Inauguró una escuela de béisbol en el desierto.
El equipo infantil de Irving Flete tiene un uniforme deportivo en blanco y rojo. Las casacas llevan estampadas las banderas de República Dominicana y de la República Árabe Saharaui en la pechera. Lo llamó Dream Team.
Los saharauis conservan la ilusión de la independencia. Flete cumplió la de vivir una aventura. Dice haber viajado 14 veces desde República Dominicana en 5 años. Sirvió de enlace entre los saharauis que vivían en Cuba y sus familiares de los campamentos. Convirtió sus vacaciones en una forma de vida: consigue los bates, las pelotas y los guantes de la World Baseball Outreach, una asociación norteamericana sin fines de lucro. Ser un miembro de la Asociación de Ayuda al Saharaui le permitía entrar en los campamentos de refugiados cada vez que los visitaban. Desde República Dominicana recaudó fondos y equipamiento. Era el intermediario entre los donantes y los refugiados. Flete no tenía seguro médico ni jubilación: solo a los benefactores de los saharauis.
Esa tarde, frente a Muna Alialal, los saharauis jugaban béisbol con pelotas gastadas, y seguirían bateando hasta que la última se perdiera. Desde 2010, Irving Flete no ha regresado al desierto. Se casó y es maestro de escuela en Santo Domingo. Hoy presta ayuda en Jarabacoa, un pueblo de República Dominicana a dos horas y media de la capital. Se siente agradecido de todo lo que la ayuda humanitaria le ha dado. A su esposa la conoció trabajando en la cooperación internacional. Ella colaboraba dando clases de inglés. “Dios me dio esta posibilidad —me dijo Flete—. Se puede vivir de este trabajo, me pude casar, tener una familia”. Hay personas que pagan para que otros ayuden al prójimo. Con sus ahorros, Flete compró una casa en su ciudad por el valor de 30.000 euros. Dice que no le preocupa el futuro porque confía en la solidaridad.
—Cuando viene la época de vacas flacas —me dijo—, tengo un as en la manga.
El as en la manga son sus ahorros de cooperante.
En el desierto, en cambio, nadie quería hablar del futuro. Después del partido de béisbol, el juego consiste en deshacerse de la arena que se adhiere en el cuerpo. El baño de la familia de Muna Alialal es una casilla de cemento con una puerta de lata y un hueco en el suelo. El agua se escurre, el jabón no hace espuma y el calor cae como una sopa caliente desde el techo de latón. La fiesta de los beisbolistas comenzaría en un par de horas. Pero la guerra de los saharauis continuaba en silencio. Esa noche, en el Sahara, montamos en los viejos Land Rover y prendimos fuego con leña del desierto. Muna, habituada a asumir responsabilidades de adultos, no pudo estar en la fiesta: su mamá no la dejó salir de casa. Frente al fuego, la música sonaba desde un radiocasete alimentado con las baterías de los motores. A veces, la generosidad cobra formas insospechadas. Reunirse cada lunes para hacer volar una pelota de béisbol sigue siendo por ahora la costumbre de una minoría en el desierto. Un partido de béisbol, como una fiesta, detiene el paso del tiempo. Para los saharauis, perder la paciencia significa perderlo todo. Esa noche, los beisbolistas saharauis parecían haberse olvidado por un momento del hastío de la espera.
En el radiocasete sonaba una salsa
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