domingo, 2 de octubre de 2011

Cristo negro en Ciudad Juárez



UN JOVEN ZETA MEXICANO
2011-09-28 10:25:15

Para Daniel Gershenson

El año que comencé a trabajar como reportero no hubo ningún colapso informático por el efecto 2000, pero nacieron Los Zetas. En el noreste de México escuchabas comentarios acerca de la gente de la última letra sin prestar demasiado interés. La derrota del PRI y el inicio de la supuesta transición eran temas mejor valorados en las redacciones de los periódicos.

Como había furor democrático, me la pasé reporteando sobre las nuevas y viejas mafias de políticos que practicaban el robo sistemático del dinero público. Cada nota que redactaba sobre bonos millonarios cobrados en secreto por diputados, o de contratos otorgados por presidentes municipales corruptos a sus socios o familiares, me hacían sentir parte de algo vibrante como el Watergate. En el México norteño, durante los inicios del siglo XXI, antes de que los editores debieran resignarse a trabajar sus titulares con un vocabulario medieval que incluye palabras como guerratorturados,decapitaciónfosas y masacre, las principales notas solían incluir términos como Bonogate,ParquegateAmigogateAsesorgate y Gobernadorgate.

Parece que en el Distrito Federal hasta hubo un Toallagate.

Manadas de periodistas entreabríamos emocionados la caja de Pandora tras la caída del régimen priista y aparecían excreciones flamantes o acumuladas durante largo tiempo, que sacábamos y envolvíamos con términos anglo, como papel regalo, antes de ponerlas a la luz.

Escribí mi primera nota sobre Los Zetas en abril de 2001, a los 20 años. Trataba sobre un operativo que marcó un antes y después en el mundo del narcotráfico de La Frontera Chica, como llamamos nosotros a la pequeña zona de Tamaulipas colindante con Texas. Soldados de fuerzas especiales descendieron de madrugada del cielo, en paracaídas camuflados, en Guardados de Abajo, ranchería de Ciudad Miguel Alemán donde operaba Gilberto García Mena, un traficante veterano no muy conocido, que sin embargo, hasta el día de su captura fue un regulador entre los intereses económicos de empresarios narcos del noreste y de los comerciantes sinaloenses pioneros que exportaban la mercancía requerida por consumidores estadounidenses.
Esa vez hice mi primer enlace como corresponsal a un noticiero de la televisión de Monterrey, desde una casa de dos pisos de apariencia normal por fuera, pero que por dentro tenía las habitaciones, el comedor, la cocina y los sanitarios retacados de toneladas de mariguana envuelta en cajas de cartón plastificadas. En aquel pueblo sitiado por el Ejército entrevisté, entre el aroma de hierba verde, al fiscal a cargo del operativo, entonces un desconocido: José Luis Santiago Vasconcelos, quien años después sería el zar antidrogas y fallecería en noviembre de 2008, cuando el avión en el que volaba se estrelló a causa de un accidente –sí, por increíble que parezca– en la principal avenida de la Ciudad de México a la hora pico del tráfico.

El aparatoso operativo que ocurrió en la Frontera Chica ese año –que incluyó la detención de algunos mandos de los cuarteles de la zona militar– se olvidó pronto. La minúscula región desapareció de nuevo del mapa. Los reporteros del noreste regresamos a escribir de las letras más longevas del abecedario mexicano: P R I.

Como era de esperarse, la derrota electoral y las incontenibles ambiciones de poder desataron un cisma en el estómago del dinosaurio, lo que derivó en la excreción de varios priistas connotados como la cacique sindical, Elba Esther Gordillo. Después, el país se enfrascó en un escandoloso y bruto proceso de desafuero promovido por el gobierno de Vicente Fox, contra el jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, no por la corrupción del acomodaticio séquito perredista –bien disimulada con un Tsuru–, sino por una absurda obra vial.

Así llegamos al 2006, a unas ríspidas elecciones presidenciales ganadas por un margen de apenas 0.56 por ciento en un país escéptico aún de las urnas, tras la tradición de celebrar 70 años los comicios más ficticios del mundo.

Ese año, el presidente que tomó protesta, Felipe Calderón Hinojosa, lo hizo en medio de una crisis que, en lugar de atenderla políticamente (a la fecha el candidato perdedor ni lo reconoce y ni siquiera se ha reunido con él), decidió encubrirla con una vieja estrategia recomendada a los gobiernos débiles y que ha sido usada por presidentes cobardes de otras épocas y lugares del mundo: declarando una guerra.

¿Contra quién? Aunque cambia muy seguido su discurso, a veces parece que él sabe contra quién. Nosotros todavía no.

Siete años después del emocionante año 2000, cuando vimos vestido de militar al presidente, invocando ese 3 de enero de 2007 al Ejército para legitimar su naciente gobierno, algunos pensamos que nuestro México rocambolesco no se había convertido de forma necesaria en un país más democrático. Además, la corrupción institucional, quizá la causa principal por la que perdió el priismo, se mantuvo intacta, o en algunos casos cobró proporciones inhumanas (basta revisar el siniestro de la Guardería ABC en Hermosillo para probarlo).

En ese tiempo, en el noreste mexicano presenciamos también, cómo legiones de alcaldes, en pos de conseguir financiamiento lícito o ilícito para la siguiente campaña electoral y para algo más, cuando llegaban al cargo renunciaban a gobernar sus ciudades y se dedicaban a administrar la destrucción de éstas. Con ese ánimo político, los cuerpos policiales municipales no sólo dejaron de combatir al crimen: se convirtieron en una fuerza criminal en sí mismos.

El fiasco de nuestra incipiente democracia no surgió una mañana de forma repentina. Se gestó con lentitud y una indiferencia general. La realpolitik es cínica, ya se sabe, pero vivir con esta resignación fue veneno para eso a lo que se le dice ciudadanía, la cual en México, parece que acabó creyendo que lo mejor que podía hacer ante la devastación que ocurría ante sus ojos, era evadirse de la política y la realidad.

Lo que sí empezó a notarse con algo más de claridad por esos días, fue que el escrutinio minucioso del ejercicio cotidiano del gobierno pasó, ante "la guerra", a un segundo plano en los medios de comunicación. Si usted es mexicano, ¿recuerda algún caso de corrupción gubernamental documentado a fondo en algún periódico mediante una investigación periódistica propia en los años recientes? Hay unos cuantos, pero sobran dedos de una mano para enumerarlos.

De contar hasta la cantidad y el precio de las toallas compradas en la residencia presidencial de Los Pinos, se pasó a contar el número de los cadáveres que entraban a diario a la morgue más cercana a tu redacción.

Cuando desaparecieron del radar de interés los asuntos sociales que me había tocado reportear antes de 2007, una suerte de curso intensivo de realidades nacionales que incluyó La Otra Campaña del EZLN, el siniestro de Pasta de Conchos, las huelgas mineras en Lázaro Cárdenas, Michoacán y Cananea, Sonora, la represión en Atenco y la insurrección de Oaxaca, hubo un momento en el que también, en lo personal, me sentí fuera de todo radar. La inercia que había ese año en el país me llevó a estar un día montado en un camión de asalto del Ejército, usando chaleco antibalas y casco militar, acompañando a decenas de soldados a buscar zetas en Apaztingán, Michoacán, hasta donde se supone que ya había llegado la plaga proveniente de mi tierra. La experiencia resultó algo así como ir con una caña de pescar a un acuario. No tardé tanto en darme cuenta de que detestaba ser un rambo-periodista que contaba muertes en lugar de intentar contar las historias que había detrás de ellas.

Aunque en la década pasada redacté y publiqué más o menos siete mil notas (la respectiva carpeta de mi computadora indica eso), mi anhelo suele ser el de involucrarme y contar lo que veo y escucho en los lugares a los que voy, sobre todo cuando viajo a los que casi nadie puede o tiene a que ir. A partir de 2007, la necesidad de narrar, más que de registrar lo que pasaba de acuerdo con un preformato, se volvió imperante. Peor aún: deber moral, debido a que veía cómo iba gestándose un esperpento que cuatro años después adquirió el tétrico y aun cambiante rostro de cuarenta mil personas muertas.

Quizá es prematuro afirmarlo con todas sus letras, pero es probable que la lógica seguida por los medios de comunicación, de aproximarse con vocación estadística, cuasi deportiva, a la violencia desatada en varios lugares del país –una lógica que yo también seguí– en algo ha de ser cómplice de la tragedia nacional. Ya se verá después, cuando otros analicen con suficiente distancia este periodo tan triste que además, por razones paramilitares, es complicado de documentar al momento y de forma frontal en ciertos lugares del país.

Para expresarse ante la devastación, cada quien reacciona con los recursos que tiene a la mano, suelen buscarse respuestas en ciertos aprendizajes íntimos. Una vieja lección de periodismo de Alma Guillermoprieto parece hoy más valiosa que nunca. En ella aconsejaba algo que en el grueso de las escuelas de comunicación te prohiben: que los reporteros mezclemos la información recopilada con observación, análisis y nuestras reacciones personales. Alma resaltaba el poder del periodismo narrativo frente a la información dura. Un poder superior por una cosa: las historias permiten que el lector pueda pensar sin reservas, entender realmente algo, mientras que, con una nota breve (o siete mil) se alimenta en los lectores una tramposa sensación consoladora de que el mundo gira demasiado rápido y de que no tenemos tiempo de detenernos a hacer algo a lo que sí te obliga una historia bien narrada: pensar.

Otra lectura, pero reciente y de ficción, 2666, del espiritifláutico Roberto Bolaño, acabó por hacerle captar al reportero que soy, el valor de cierta narración exhaustiva, hasta maratónica, cuando se hace lo que en apariencia es imposible de hacer: hablar del narcotráfico sin mostrar narcotraficantes. Hoy entiendo que la violencia mexicana exige una implicación personal total y algo bizarra para tratar de entenderla. Cuando comprendí esto debí asumir un pacto con el periodismo narrativo, al que me refiero a veces como periodismo infrarrealista, no sé bien por qué, aunque seguro que algo influye el que fui un pésimo poeta precoz, y por supuesto, el haber estado más de una vez, caminando de noche, las calles de Santa Teresa, Sonora.

A queridos colegas a los que comentaba esta decisión les preocupaba mi forma de pensar. Lo veían como una especie de claudicación, de rendición frente al diarismo, la única forma posible en la que ellos conciben que se puede hacer el periodismo, y que de hecho es así, en términos formales.

Ellos me decían con palabras cariñosas que al dejar de trabajar en un periódico estaba dando un salto al vacío.

Pero el pacto estaba firmado. La conciencia te mueve y tienes que caminar junto a ella, no sin una sensación interior bien oculta, de vértigo y  desamparo, tras haber militado desde los quince años en redacciones informativas protectoras, narcisistas, alocadas y entrañables.

En eso andaba cuando apareció Lolita Bosch y su convite a una cosa cuyo nombre parecía embonar con lo que estaba ocurriendo en mi vida. Mi aparente rendición tenía más aparentes rendiciones que valía la pena acompañar para dar la batalla; así que no dudé en formar parte de un proyecto que un año después sobrevive, y no sólo eso, se propaga y crece, en buena parte por el furor de Lolita y de una célula de colaboradores medio clandestinos que parecen decididos a subvertir esta realidad con la escritura.

Para vivir mejor –como nombraron a uno de esos demagógicos programas gubernamentales– quizá lo que cualquiera debe hacer es no asumir la conciencia histórica y burlarse de la tentación de hacerle caso, equiparándola con una voz de ultratumba. La conciencia histórica no es cool: es acúfena, anacrónica y antipatriótica –aunque el término conciencia histórica algunas veces es usado por los peores patrioteros para su verborrea. NuestraAparente Rendición.com, enhorabuena, le da un lugar digno en internet a la conciencia histórica para que recorra sus páginas, sin brassier, todos los días. Por eso me gusta estar ahí.

Sin embargo, un año después, la batalla me sigue pareciendo difusa, porque me he ido dando cuenta de que esta batalla se trata a la vez de una batalla contra la generación a la que pertenezco.

Aunque el alfabeto del idioma español está compuesto por veintisiete signos, soy parte de una generación de mexicanos que será recordada, entre unas pocas cosas más, por la última letra del abecedario. No puedo escaparme: soy parte de esta generación zeta.

Acepto (y reniego) dicha condición generacional. La acepto creyendo que mi oficio de reportero se vuelve más necesario. Pese a que circulan decenas de miles de notas sobre Los Zetas (Googledice que cuatro millones y medio), todavía no está claro para muchos lo que significa esa letra que siempre estuvo olvidada, y por la que ahora, hay días en que parece que comienza el alfabeto de México: ¿son acaso Los Zetas la sofisticada organización de misólogos que el gobierno se empeña en promover en que se convirtió aquel grupo de pistoleros entrenados en Estados Unidos, de los cuales oímos, acá en la orilla del Río Bravo desde el 2000?, ¿un zeta es el nombre con el que se camufla todo objetivo de la limpieza social promovida por entes que, con diversos intereses, aprovechan esta crisis política encubierta desde 2007 con una guerra presidencial?, ¿se trata de una utopía social posmoderna o de una saudade colectiva derivada de la Guerra Fría?, ¿son Los Zetasun grupo como cualquier otro del narcotráfico nacional, que sólo por casualidad tiene la joven edad de la democracia mexicana?

Hace poco tiempo, después de conocer a detalle el caso de un antiguo vecino de 30 años de edad, detenido y presentado en forma pública como líder zeta, aunque en realidad se trataba de un vendedor de discos piratas de poca monta que trabajó en eso desde que yo empecé a reportear, le pedí a un alto oficial del Ejército su definición de lo que era un zeta. La respuesta fue: un infractor perteneciente a Los Zetas. ¿Y qué son Los Zetas? Me puse a buscar en documentos oficiales y me topé con que no existe una versión objetiva ni unánime sobre qué son Los Zetas. No hay rigor de datos ni de fechas en informes de la PGR, Cisen y Ejército en torno a la existencia de algo con lo que nuestro pensamiento convive casi todos los días, a través de la lectura de los periódicos, en las pláticas de los cafés, o si tenemos mala suerte, en circunstancias trágicas. Carecemos de una versión clara de lo que son Los Zetas. Ante ello, existe una resonancia carnavalesca de dicha letra. Esta confusión debe tener felices a quienes les importa un bledo la convivencia democrática, a quienes les gusta vivir en la tenebra.

"Más que progresista, soy de izquierda", se autodefinió Héctor Hugo Olivares, autodefinido también como uno de los pilares de la doctrina priista; "el PRI es así, porque así es México", explicó alguna vez el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Estos eufemismos del lenguaje político representan algo de lo que quiso dejarse atrás en el 2000: lo Revolucionario Institucional es a todas luces contradictorio, no puede existir, pero el siglo pasado fue inventado en México un partido que asumía ese rimbombante postulado; y en el comienzo de este siglo se fue produciendo una especie de alzamiento de la letra más inútil del abecedario, a la que suelen adjudicársele la causa de los padecimientos más graves de nuestra realidad.

Un amigo me dijo que exageraba al decir que esta es la generación zeta y diagnosticó mi caso como "culpa del sobreviviente". Me puse a revisar mi censo personal de muertes ocurridas en el contexto actual y la cifra llegó a catorce personas. Se trata de cuatro mujeres y diez hombres con los que conviví un poco, en situaciones de trabajo rutinarias (una rueda de prensa, una visita a un barrio, un recorrido oficial), pero que un día murieron en medio de esta neblina roja.

Tal vez mi amigo tiene razón. Este medio ambiente sangriento es crítico, claro que te altera. Después de enterarme de los asesinatos de gente que alguna vez vi, había un momento en el que me preguntaba: ¿por qué están muriendo ellos y yo no?, ¿me tocará un día?, ¿tendré también uno de esos epitafios de daño colateral que ahora no son extraños en los panteones mexicanos? A otros reporteros, carpinteros, amas de casa, o comerciantes del noreste que conozco (y que también deben llevar un censo personal mortuorio de la época), se les aparece ciertos días la misma culpa y el mismo miedo.

Cabe aclarar que hay días con más desasosiego que otros. Ataques comanches como el del casino Royale logran sacarte de la monotonía del miedo para provocarte terror. Y el terror socava primero la moralidad, luego la razón. Monterrey, la ciudad (o el campo de tiro), en el que nací, alberga una sociedad a un balazo de perder la razón.

La moralidad para combatir al crimen ya se le olvidó.

Tengo esperanza en el futuro regiomontano, porque sé que el miedo y el terror no son enfermedades incurables. Algún día van a desempolvarse viejos sueños como el de que este país sea menos desigual, o que haya democracia efectiva, justicia... Se va a cerrar este libro de cuentos de terror con el que nos acostamos a dormir por la noche.

Algún día.

El pasado lunes 15 de agosto de 2011 estuve en Nuevo Laredo, Tamaulipas, el lugar donde es probable que hayan nacido Los Zetas. Antes había ido unas quince veces. Una de las primeras en que lo hice como reportero fue a finales de 2003, para registrar un enfrentamiento de varias horas, con granadas y bazucas, en una de las avenidas principales y el cual había ocurrido porque Los Zetas habían estado a punto de capturar –o asesinar– a Joaquín El Chapo Guzmán. Yo acababa de regresar a México. Recién bajado del avión procedente de Madrid, con la misma maleta del largo periplo europeo, me fui a Nuevo Laredo con un fotógrafo del periódico que pasó por mí al aeropuerto de Monterrey. Estuvimos varios días. En hospitales y en sus casas entrevisté a transeúntes heridos por el combate, platiqué con policías y funcionarios, y visité una agencia de automóviles y un taller mecánico que tenían en sus paredes incontables impactos de bala a causa de la refriega.

Pero en este viaje reciente no vi nada de aquello. Estuve intrigado con la historia de Juan Antonio Rosas, a quien un día antes de mi llegada le había dado un infarto cuando arbitraba un partido de béisbol en uno de los campos llaneros del ejido El Bayito. Juan Antonio esperaba una ambulancia en el centro del diamante, protegido del caliente sol del verano norteño con una sombrilla que algún beisbolista le colocó encima a su cadáver. Mientras los paramédicos encontraban la perdida cancha de Nuevo Laredo, los veteranos jugadores se quitaron los guantes y las gorras, e improvisaron una guardia de honor para despedir al árbitro que falleció en la frontera sin derramar una sola gota de sangre. Entre la hermandad de esos obreros de lunes a viernes y beisbolistas de domingo, había unos cuantos jóvenes con el semblante serio: jóvenes zetas mexicanos.


El Mañana de Nuevo Laredo.

@diegoeosorno



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