Martina Bastos/cronicasperiodisticas.wordpress.com/
[I]
Nada banal sucede bajo un paraguas. Lo digo con la certeza de quien le debe la vida a uno. Un joven que acude al servicio militar espera un autobús bajo la lluvia. Todos los botones abrochados, los guantes blancos, los zapatos impecables. Una joven que acude a clases de mecanografía espera el autobús bajo su paraguas. La cara lavada, el jersey de lana, las botas altas. En algún momento ambos se reunieron bajo esa cúpula que convertirían en su lugar de encuentro diario. Durante los meses siguientes, cinco elementos iban a repetirse: el joven, la joven, el autobús, el paraguas, la lluvia. Así se enamoraron mis padres, bajo un paraguas. El lugar donde sucede casi todo en Galicia.
La capital gallega, Santiago de Compostela, recibe diez mil vasos de lluvia al año por cada metro cuadrado. Ningún gallego se imagina una ciudad en la que no caigan gotas del cielo. Llegué a Lima sin saber que sus habitantes, aunque viven bajo un permanente techo de nubes grises, no tienen paraguas. La lluvia en la capital del Perú es un plan fracasado. Allí, si en un solo día lloviera lo de todo el año, la capa de agua que cubriría la ciudad apenas llegaría a un centímetro. En Lima la lluvia es tan sólo una garúa. En CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL, la novela de Mario Vargas Llosa, el protagonista dice sentirla como caricias de telarañas en la piel: «Una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros». En Galicia, en cambio, el cielo gris es una amenaza seria: un tajo abierto del que insiste en caer la lluvia, desde siempre y para siempre. Esa constancia la ha convertido en parte del carácter del pueblo. Las enciclopedias definen nuestro clima como oceánico, suave y húmedo, pero los gallegos somos más categóricos: «nueve meses de lluvia y tres de mal tiempo». Es decir, y para zanjar el tema: en Galicia la lluvia no se acaba nunca.
[II]
Los gallegos despertamos al cielo nublado ciento cincuenta días al año. También vivimos en la región con más suicidios de España. Sería fácil creer que la lluvia es un depresivo natural. La climatología médica estudia la influencia del clima en la salud. El sol es un bloqueador de melatonina, hormona que provoca el sueño, y dispara el nivel de serotonina, la «hormona de la felicidad», cuya carencia se asocia a estados depresivos. El clima altera tu ánimo. El sol te hace extrovertido, la lluvia te vuelve ensimismado. El sol te distrae, la lluvia te confronta. El sol se empeña en que no pienses, la lluvia te obliga a pensar. Desde la antigüedad, cuando más dependíamos del clima para vivir, arrastramos la creencia de que el tiempo gris vuelve triste al ser humano. Hoy la ciencia matiza. Según el psicólogo Renato Santiváñez, la oscuridad potencia los estados melancólicos, pero no los desencadena. Unos investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela y del Instituto de Medicina Legal de Galicia niegan que la lluvia influya en el ánimo suicida de los gallegos: en otras partes de Europa con clima similar no sucede lo mismo. Pero en el imaginario popular, la lluvia sigue siendo el escenario obligatorio para cualquier depresión que se respete. Mario Benedetti definió la tristeza como la lluvia sobre un tejado de zinc. Para escribir cuentos, Chéjov aconsejaba: «No digas que uno de tus personajes está triste: sácalo a la calle y haz que vea un charco en el que se refleje la Luna». Las desgracias literarias nunca tienen lugar en días resplandecientes. Los asesinatos, los abandonos, las despedidas o la muerte suelen situarse bajo la lluvia. Todos los primeros de noviembre, el único día en el que en los cementerios hay más vivos que muertos, en Galicia llueve. Y el cementerio ese día parece más que nunca lo que es: un lugar para la muerte. La lluvia actúa como una segunda capa de pintura, infunde un tono épico a cualquier imagen. Es como si en un día lluvioso doliera más recordar a los muertos.
Nadie ve llover desde una ventana escuchando reggaeton o heavy metal. La lluvia lo hunde a uno en acordes lastimeros. Existe un subgénero no oficial de canciones para los días que llueve. El tango dice: «la lluvia castigando mi angustia en el cristal», la trova canta a «la gota de rocío que del cielo se cayó» y al pop le «sigue lloviendo el corazón». Hay canciones en las que no llueve pero lo parece. Y hay quienes parecen siempre caminar bajo la lluvia. Como Leonard Cohen en Blue raincoat. Cuando Cohen se planta en el escenario con traje y sombrero, uno espera que empiece a llover en cualquier momento. Fue él quien dijo: «Pesimista es alguien que está esperando que llueva. Yo ya estoy calado hasta los huesos». Cohen pertenece a la tribu de aquellos que distinguen el tono exacto de gris de un cielo de lluvia.
Desde que cayó sobre la Tierra cuarenta días y cuarenta noches, la lluvia es símbolo de la fragilidad humana: nadie puede impedirla ni escapar de ella. Más de la mitad del planeta es lluvia en potencia. Cada segundo se evapora el equivalente a seis mil cuatrocientas piscinas olímpicas. Y todo volverá a caer. Entonces sucederán cosas: cosechas, romances, castigos divinos. También la vida o la muerte. El agua que transporta un huracán pesa más que todos los elefantes del planeta. Desborda ríos y devasta poblaciones enteras. Pero su amenaza es sigilosa. Menospreciamos su poder porque —como escribió la norteamericana Ann Patchett— una inundación no es algo tan súbito como un terremoto o un incendio. Las inundaciones son, cuando empiezan, sólo inofensivas gotas de lluvia.
Algo tiene de atractiva, que intentamos reproducirla. Medio millón de internautas visitan cada mes la web RainyMood, que permite escuchar treinta minutos de tempestad online. Otro millón ha comprado el videojuego de intriga psicológica HEAVYRAIN, donde cae agua sin descanso y las víctimas se ahogan en la lluvia. El pintor Cézanne, alertado de una tormenta, prefirió retratarla en lugar de huir. Murió de neumonía. Blanco de todos los clichés, en una novela nunca llueve porque sí. En Macondo llovió sin pausa durante cuatro años, once meses y dos días, hasta un viernes a las dos de la tarde, en que el grifo se cerró y en diez años no llovió más.
Los campesinos gallegos viven en un diluvio similar. Según escribió el periodista Prudencio Rovira a principios del siglo XX, tienen una vida ‘cuasi anfibia’: «Es una tierra tan empapada por la lluvia, un ambiente tan saturado de agua, que parece constituir un término medio entre el mundo puramente acuático y el terrestre». En el campo, la lluvia engendra seres con el don de la predicción. Los campesinos palpan la humedad de las piedras, miran la manera de tumbarse las vacas en el prado, escuchan el modo de soplar el viento y el canto de las ranas, apuntan la estela de los aviones. En la India, hay seiscientos millones de personas en el campo que necesitan saber con precisión cuándo llegarán las lluvias. Que la bolsa de Bombay baje o suba también depende del monzón. Los brujos y los campesinos fueron los primeros hombres del tiempo.
[III]
En Galicia tenemos más de setenta palabras para decir ‘lluvia’. Froalla si cae con sol, corisca si baja con nieve, arroia si llena estanques, poalla si moja lento, sarabia si llueve granizo, chuvasca si trae viento, treboa si incluye truenos, orballa cuando es menuda, babuña cuando es viscosa, pingota si hay gotas gruesas, mera si hay niebla espesa, batega si acaba pronto o barruña si persiste. Es lógico: el lenguaje se adapta al medio y la lluvia es un visitante habitual en nuestras vidas. Nadie se atrevería a llamarle «precipitación pluvial». Sería un insulto. Los gallegos la tratamos con la confianza de un amigo. Aquel al que le perdonamos todos los defectos. Nos preocupa si llega tarde y le rogamos que no nos falte. Nos acostumbramos a su olor. En Lima la humedad entra todo el tiempo por la nariz, pero nunca huele a lluvia. Según la ciencia, ese aroma viene de las plantas y algunas bacterias del suelo al liberar sus propios olores. El olor de la tierra mojada es el de una bacteria hidratada.
Con la lluvia, el gallego se siente menos solo. Es una cómplice con el que compartimos el territorio y la memoria sentimental, un pariente que tiene las llaves de la casa y puede presentarse sin avisar, porque siempre se le espera. Uno le conoce la rutina, las costumbres, la siente llegar antes de que aparezca. Cuando era niña, y mi madre empezaba a cerrar las ventanas al caer la tarde y guardaba en lo alto del armario las blusas de manga corta, sabía que algo iba a cambiar. Llegaban los días de la contemplación boba, aquellos en que no había otra opción que pasar horas frente a la ventana. El otoño empezaba el día que te calzabas las botas de goma. Durante la infancia, ese espacio sin calendarios, la lluvia era la única certeza del paso del tiempo.
Cuando cae agua del cielo, algo en nosotros se transforma. «Llueve y nos dan ganas de ser inteligentes —dice el periodista Omar Rincón—, queremos ver una película, leer un libro, escuchar música; con la lluvia intentamos la cultura». Pero no siempre es así. A veces resulta un pretexto para exiliarnos del mundo y holgazanear: dormir, ver la lluvia caer, amar. Estimula la pereza. Por eso los estudiosos coinciden en que no hay nada como una lluvia abundante para calmar una revolución: el chubasco desanima a los manifestantes. Gay Talese decía que un día lluvioso en Nueva York solía ser «un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el entusiasmo cuando se mojan». THE NEW YORK TIMES comparó los días de lluvia en Nueva York con las estadísticas de homicidios del Departamento de Policía de la ciudad en años anteriores, y concluyó que hay menos crímenes en las noches lluviosas. Vernon Geberth, antiguo jefe de homicidios del Bronx, solía bromear sobre el efecto perezoso de los días con aguacero: «El mejor policía del mundo está de servicio esta noche», decía refiriéndose a la lluvia. Pero Geberth afirma también que dificulta cualquier investigación, porque las huellas desaparecen. Según su fuerza (cae a velocidades entre ocho y treinta y dos kilómetros por hora), el agua arrastrará fluidos corporales, fibras capilares o casquillos de bala. También es más difícil encontrar testigos: todo el mundo está tan concentrado en escapar, que no presta atención.
Bajo los aleros de los edificios, bajo toldos y puentes, en las estaciones, o en las barras de los bares, la lluvia es una lección de paciencia. Esos refugios resguardan del agua y de la soledad. Apiñados bajo un techo, los extraños se estudian, se vigilan. Algunos se hablan. Se sienten a salvo. Años más tarde, mi padre admitiría olvidar su paraguas a propósito para esperar junto a mi madre todos los días.
[IV]
Los gallegos somos seres con sólo una mano hábil: la segunda está siempre sujetando un paraguas. Es el apéndice sin el cual nos sentimos incompletos. Un gallego sin paraguas es una criatura mutilada. Viven en las mochilas, en los trasteros o en las maleteras de los carros, pero su cuartel general es el paragüero. Un pozo sin fondo al que llegan paraguas raquíticos que entran en un bolso y paraguas donde cabe una familia. Hay dos señales inequívocas de que una vivienda está habitada: un paraguas abierto en el porche y un paragüero a la entrada.
Maniobrarlo con destreza es un talento superior. Una mezcla de audacia y urbanismo que pocos dominan. Cualquier torpeza puede ocasionar un accidente. Las metrópolis lluviosas como Londres o Nueva York tienen reglas de etiqueta. El protocolo es estricto. Jamás debemos abrir un paraguas sin mirar antes a todas partes. En una calle angosta, la persona más alta debe siempre elevarlo para dar paso a la más baja. Hay decisiones que son fundamentales. Paraguas o alero; nunca las dos cosas. Así se evitarían los momentos incómodos en que se encuentra bajo la cornisa gente sin paraguas versus gente con paraguas. Cualquier esquina es un atolladero, y un callejón estrecho se convierte en una pista de contorsionismo con escaso margen de maniobra. Caminar así es un ejercicio de ciegos.
Llevar paraguas es un síntoma de madurez. En la infancia, cubrirse de la lluvia es una imposición, igual que asistir a misa, cortarse el pelo o abrocharse hasta el último botón de la camisa. Las madres creen que los paraguas no se llevan porque llueve, se llevan por si acaso llueva. Pero una ley no escrita dicta que salir con paraguas ahuyenta la lluvia. Sin saberlo, ellas han alimentado la oculta vocación de los paraguas: perderse. En cuanto cruza la puerta, corre el peligro de no regresar. Robert Louis Stevenson decía que era un signo de solvencia: «No todo el mundo puede exponer una propiedad que vale veintiséis chelines a tantas ocasiones de robo y pérdida». Debería redactarse un inventario de lugares propicios al olvido: las paradas de autobús, los asientos de tren, los respaldos de las sillas, los taxis, las estaciones de metro. Los paraguas se pierden con el espíritu de ser encontrados. Suelen decorar las oficinas de objetos perdidos; en medio de documentos de identidad, llaves de casa, gafas graduadas o dentaduras postizas, objetos inútiles que no sirven a nadie más que a su dueño. Los paraguas perdidos, en cambio, jamás se consumirán en un despacho burocrático. Pasan de mano en mano sin antipatías. Un paraguas es de todos.
[V]
La lluvia cuando es leve despierta placer. Aparece siempre en esas listas inútiles que flotan en Google del tipo: «Cincuenta razones por las que merece la pena vivir». Parece que «tardes de lluvia y lectura» o la combinación «lluvia y cama» —en sus vertientes onírica y sexual— nos alegran la existencia. A la pregunta «¿Te pone melancólico la lluvia?», un amigo respondió: «A mí lo que me pone melancólico es que no llueva». Un día soleado no es memorable. La lluvia, sin embargo, no se olvida nunca. Se pueden perder los detalles, los matices: no recuerdo el día, la hora, no sé por qué calle entré ni cuándo me fui, pero sé que llovía. A los días lluviosos pertenecen los recuerdos más vivos. En Chile nació un niño que escribiría en su biografía: «Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia». Cuando Pablo Neruda se instaló en Isla Negra, hizo colocar sobre su estudio un techo de zinc para escuchar la lluvia con la misma fuerza que el niño que fue.
Mi primer recuerdo de ella es su percutir. Los silencios del principio y del final de los días nunca eran completos. Crecí escuchando ese ruido tenaz: los picotazos del agua en el tejado. Un runrún que nunca, en ningún lugar, volvería a serme ajeno. Nuestro vínculo no se ha roto desde el día en que mis padres se encontraron por primera vez bajo un paraguas. No la necesito, pero la extraño. Donde no llueve siento una ausencia rara, un aire seco que me inquieta. Y cierta compasión por los que no han forjado una memoria saltando charcos. Triste vida la de los hombres y mujeres sin paragua
[I]
Nada banal sucede bajo un paraguas. Lo digo con la certeza de quien le debe la vida a uno. Un joven que acude al servicio militar espera un autobús bajo la lluvia. Todos los botones abrochados, los guantes blancos, los zapatos impecables. Una joven que acude a clases de mecanografía espera el autobús bajo su paraguas. La cara lavada, el jersey de lana, las botas altas. En algún momento ambos se reunieron bajo esa cúpula que convertirían en su lugar de encuentro diario. Durante los meses siguientes, cinco elementos iban a repetirse: el joven, la joven, el autobús, el paraguas, la lluvia. Así se enamoraron mis padres, bajo un paraguas. El lugar donde sucede casi todo en Galicia.
La capital gallega, Santiago de Compostela, recibe diez mil vasos de lluvia al año por cada metro cuadrado. Ningún gallego se imagina una ciudad en la que no caigan gotas del cielo. Llegué a Lima sin saber que sus habitantes, aunque viven bajo un permanente techo de nubes grises, no tienen paraguas. La lluvia en la capital del Perú es un plan fracasado. Allí, si en un solo día lloviera lo de todo el año, la capa de agua que cubriría la ciudad apenas llegaría a un centímetro. En Lima la lluvia es tan sólo una garúa. En CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL, la novela de Mario Vargas Llosa, el protagonista dice sentirla como caricias de telarañas en la piel: «Una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros». En Galicia, en cambio, el cielo gris es una amenaza seria: un tajo abierto del que insiste en caer la lluvia, desde siempre y para siempre. Esa constancia la ha convertido en parte del carácter del pueblo. Las enciclopedias definen nuestro clima como oceánico, suave y húmedo, pero los gallegos somos más categóricos: «nueve meses de lluvia y tres de mal tiempo». Es decir, y para zanjar el tema: en Galicia la lluvia no se acaba nunca.
[II]
Los gallegos despertamos al cielo nublado ciento cincuenta días al año. También vivimos en la región con más suicidios de España. Sería fácil creer que la lluvia es un depresivo natural. La climatología médica estudia la influencia del clima en la salud. El sol es un bloqueador de melatonina, hormona que provoca el sueño, y dispara el nivel de serotonina, la «hormona de la felicidad», cuya carencia se asocia a estados depresivos. El clima altera tu ánimo. El sol te hace extrovertido, la lluvia te vuelve ensimismado. El sol te distrae, la lluvia te confronta. El sol se empeña en que no pienses, la lluvia te obliga a pensar. Desde la antigüedad, cuando más dependíamos del clima para vivir, arrastramos la creencia de que el tiempo gris vuelve triste al ser humano. Hoy la ciencia matiza. Según el psicólogo Renato Santiváñez, la oscuridad potencia los estados melancólicos, pero no los desencadena. Unos investigadores de la Universidad de Santiago de Compostela y del Instituto de Medicina Legal de Galicia niegan que la lluvia influya en el ánimo suicida de los gallegos: en otras partes de Europa con clima similar no sucede lo mismo. Pero en el imaginario popular, la lluvia sigue siendo el escenario obligatorio para cualquier depresión que se respete. Mario Benedetti definió la tristeza como la lluvia sobre un tejado de zinc. Para escribir cuentos, Chéjov aconsejaba: «No digas que uno de tus personajes está triste: sácalo a la calle y haz que vea un charco en el que se refleje la Luna». Las desgracias literarias nunca tienen lugar en días resplandecientes. Los asesinatos, los abandonos, las despedidas o la muerte suelen situarse bajo la lluvia. Todos los primeros de noviembre, el único día en el que en los cementerios hay más vivos que muertos, en Galicia llueve. Y el cementerio ese día parece más que nunca lo que es: un lugar para la muerte. La lluvia actúa como una segunda capa de pintura, infunde un tono épico a cualquier imagen. Es como si en un día lluvioso doliera más recordar a los muertos.
Nadie ve llover desde una ventana escuchando reggaeton o heavy metal. La lluvia lo hunde a uno en acordes lastimeros. Existe un subgénero no oficial de canciones para los días que llueve. El tango dice: «la lluvia castigando mi angustia en el cristal», la trova canta a «la gota de rocío que del cielo se cayó» y al pop le «sigue lloviendo el corazón». Hay canciones en las que no llueve pero lo parece. Y hay quienes parecen siempre caminar bajo la lluvia. Como Leonard Cohen en Blue raincoat. Cuando Cohen se planta en el escenario con traje y sombrero, uno espera que empiece a llover en cualquier momento. Fue él quien dijo: «Pesimista es alguien que está esperando que llueva. Yo ya estoy calado hasta los huesos». Cohen pertenece a la tribu de aquellos que distinguen el tono exacto de gris de un cielo de lluvia.
Desde que cayó sobre la Tierra cuarenta días y cuarenta noches, la lluvia es símbolo de la fragilidad humana: nadie puede impedirla ni escapar de ella. Más de la mitad del planeta es lluvia en potencia. Cada segundo se evapora el equivalente a seis mil cuatrocientas piscinas olímpicas. Y todo volverá a caer. Entonces sucederán cosas: cosechas, romances, castigos divinos. También la vida o la muerte. El agua que transporta un huracán pesa más que todos los elefantes del planeta. Desborda ríos y devasta poblaciones enteras. Pero su amenaza es sigilosa. Menospreciamos su poder porque —como escribió la norteamericana Ann Patchett— una inundación no es algo tan súbito como un terremoto o un incendio. Las inundaciones son, cuando empiezan, sólo inofensivas gotas de lluvia.
Algo tiene de atractiva, que intentamos reproducirla. Medio millón de internautas visitan cada mes la web RainyMood, que permite escuchar treinta minutos de tempestad online. Otro millón ha comprado el videojuego de intriga psicológica HEAVYRAIN, donde cae agua sin descanso y las víctimas se ahogan en la lluvia. El pintor Cézanne, alertado de una tormenta, prefirió retratarla en lugar de huir. Murió de neumonía. Blanco de todos los clichés, en una novela nunca llueve porque sí. En Macondo llovió sin pausa durante cuatro años, once meses y dos días, hasta un viernes a las dos de la tarde, en que el grifo se cerró y en diez años no llovió más.
Los campesinos gallegos viven en un diluvio similar. Según escribió el periodista Prudencio Rovira a principios del siglo XX, tienen una vida ‘cuasi anfibia’: «Es una tierra tan empapada por la lluvia, un ambiente tan saturado de agua, que parece constituir un término medio entre el mundo puramente acuático y el terrestre». En el campo, la lluvia engendra seres con el don de la predicción. Los campesinos palpan la humedad de las piedras, miran la manera de tumbarse las vacas en el prado, escuchan el modo de soplar el viento y el canto de las ranas, apuntan la estela de los aviones. En la India, hay seiscientos millones de personas en el campo que necesitan saber con precisión cuándo llegarán las lluvias. Que la bolsa de Bombay baje o suba también depende del monzón. Los brujos y los campesinos fueron los primeros hombres del tiempo.
[III]
En Galicia tenemos más de setenta palabras para decir ‘lluvia’. Froalla si cae con sol, corisca si baja con nieve, arroia si llena estanques, poalla si moja lento, sarabia si llueve granizo, chuvasca si trae viento, treboa si incluye truenos, orballa cuando es menuda, babuña cuando es viscosa, pingota si hay gotas gruesas, mera si hay niebla espesa, batega si acaba pronto o barruña si persiste. Es lógico: el lenguaje se adapta al medio y la lluvia es un visitante habitual en nuestras vidas. Nadie se atrevería a llamarle «precipitación pluvial». Sería un insulto. Los gallegos la tratamos con la confianza de un amigo. Aquel al que le perdonamos todos los defectos. Nos preocupa si llega tarde y le rogamos que no nos falte. Nos acostumbramos a su olor. En Lima la humedad entra todo el tiempo por la nariz, pero nunca huele a lluvia. Según la ciencia, ese aroma viene de las plantas y algunas bacterias del suelo al liberar sus propios olores. El olor de la tierra mojada es el de una bacteria hidratada.
Con la lluvia, el gallego se siente menos solo. Es una cómplice con el que compartimos el territorio y la memoria sentimental, un pariente que tiene las llaves de la casa y puede presentarse sin avisar, porque siempre se le espera. Uno le conoce la rutina, las costumbres, la siente llegar antes de que aparezca. Cuando era niña, y mi madre empezaba a cerrar las ventanas al caer la tarde y guardaba en lo alto del armario las blusas de manga corta, sabía que algo iba a cambiar. Llegaban los días de la contemplación boba, aquellos en que no había otra opción que pasar horas frente a la ventana. El otoño empezaba el día que te calzabas las botas de goma. Durante la infancia, ese espacio sin calendarios, la lluvia era la única certeza del paso del tiempo.
Cuando cae agua del cielo, algo en nosotros se transforma. «Llueve y nos dan ganas de ser inteligentes —dice el periodista Omar Rincón—, queremos ver una película, leer un libro, escuchar música; con la lluvia intentamos la cultura». Pero no siempre es así. A veces resulta un pretexto para exiliarnos del mundo y holgazanear: dormir, ver la lluvia caer, amar. Estimula la pereza. Por eso los estudiosos coinciden en que no hay nada como una lluvia abundante para calmar una revolución: el chubasco desanima a los manifestantes. Gay Talese decía que un día lluvioso en Nueva York solía ser «un día solitario para los sargentos de reclutamiento, los limpiabotas y los ladrones de Times Square, que tienden todos a perder el entusiasmo cuando se mojan». THE NEW YORK TIMES comparó los días de lluvia en Nueva York con las estadísticas de homicidios del Departamento de Policía de la ciudad en años anteriores, y concluyó que hay menos crímenes en las noches lluviosas. Vernon Geberth, antiguo jefe de homicidios del Bronx, solía bromear sobre el efecto perezoso de los días con aguacero: «El mejor policía del mundo está de servicio esta noche», decía refiriéndose a la lluvia. Pero Geberth afirma también que dificulta cualquier investigación, porque las huellas desaparecen. Según su fuerza (cae a velocidades entre ocho y treinta y dos kilómetros por hora), el agua arrastrará fluidos corporales, fibras capilares o casquillos de bala. También es más difícil encontrar testigos: todo el mundo está tan concentrado en escapar, que no presta atención.
Bajo los aleros de los edificios, bajo toldos y puentes, en las estaciones, o en las barras de los bares, la lluvia es una lección de paciencia. Esos refugios resguardan del agua y de la soledad. Apiñados bajo un techo, los extraños se estudian, se vigilan. Algunos se hablan. Se sienten a salvo. Años más tarde, mi padre admitiría olvidar su paraguas a propósito para esperar junto a mi madre todos los días.
[IV]
Los gallegos somos seres con sólo una mano hábil: la segunda está siempre sujetando un paraguas. Es el apéndice sin el cual nos sentimos incompletos. Un gallego sin paraguas es una criatura mutilada. Viven en las mochilas, en los trasteros o en las maleteras de los carros, pero su cuartel general es el paragüero. Un pozo sin fondo al que llegan paraguas raquíticos que entran en un bolso y paraguas donde cabe una familia. Hay dos señales inequívocas de que una vivienda está habitada: un paraguas abierto en el porche y un paragüero a la entrada.
Maniobrarlo con destreza es un talento superior. Una mezcla de audacia y urbanismo que pocos dominan. Cualquier torpeza puede ocasionar un accidente. Las metrópolis lluviosas como Londres o Nueva York tienen reglas de etiqueta. El protocolo es estricto. Jamás debemos abrir un paraguas sin mirar antes a todas partes. En una calle angosta, la persona más alta debe siempre elevarlo para dar paso a la más baja. Hay decisiones que son fundamentales. Paraguas o alero; nunca las dos cosas. Así se evitarían los momentos incómodos en que se encuentra bajo la cornisa gente sin paraguas versus gente con paraguas. Cualquier esquina es un atolladero, y un callejón estrecho se convierte en una pista de contorsionismo con escaso margen de maniobra. Caminar así es un ejercicio de ciegos.
Llevar paraguas es un síntoma de madurez. En la infancia, cubrirse de la lluvia es una imposición, igual que asistir a misa, cortarse el pelo o abrocharse hasta el último botón de la camisa. Las madres creen que los paraguas no se llevan porque llueve, se llevan por si acaso llueva. Pero una ley no escrita dicta que salir con paraguas ahuyenta la lluvia. Sin saberlo, ellas han alimentado la oculta vocación de los paraguas: perderse. En cuanto cruza la puerta, corre el peligro de no regresar. Robert Louis Stevenson decía que era un signo de solvencia: «No todo el mundo puede exponer una propiedad que vale veintiséis chelines a tantas ocasiones de robo y pérdida». Debería redactarse un inventario de lugares propicios al olvido: las paradas de autobús, los asientos de tren, los respaldos de las sillas, los taxis, las estaciones de metro. Los paraguas se pierden con el espíritu de ser encontrados. Suelen decorar las oficinas de objetos perdidos; en medio de documentos de identidad, llaves de casa, gafas graduadas o dentaduras postizas, objetos inútiles que no sirven a nadie más que a su dueño. Los paraguas perdidos, en cambio, jamás se consumirán en un despacho burocrático. Pasan de mano en mano sin antipatías. Un paraguas es de todos.
[V]
La lluvia cuando es leve despierta placer. Aparece siempre en esas listas inútiles que flotan en Google del tipo: «Cincuenta razones por las que merece la pena vivir». Parece que «tardes de lluvia y lectura» o la combinación «lluvia y cama» —en sus vertientes onírica y sexual— nos alegran la existencia. A la pregunta «¿Te pone melancólico la lluvia?», un amigo respondió: «A mí lo que me pone melancólico es que no llueva». Un día soleado no es memorable. La lluvia, sin embargo, no se olvida nunca. Se pueden perder los detalles, los matices: no recuerdo el día, la hora, no sé por qué calle entré ni cuándo me fui, pero sé que llovía. A los días lluviosos pertenecen los recuerdos más vivos. En Chile nació un niño que escribiría en su biografía: «Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia». Cuando Pablo Neruda se instaló en Isla Negra, hizo colocar sobre su estudio un techo de zinc para escuchar la lluvia con la misma fuerza que el niño que fue.
Mi primer recuerdo de ella es su percutir. Los silencios del principio y del final de los días nunca eran completos. Crecí escuchando ese ruido tenaz: los picotazos del agua en el tejado. Un runrún que nunca, en ningún lugar, volvería a serme ajeno. Nuestro vínculo no se ha roto desde el día en que mis padres se encontraron por primera vez bajo un paraguas. No la necesito, pero la extraño. Donde no llueve siento una ausencia rara, un aire seco que me inquieta. Y cierta compasión por los que no han forjado una memoria saltando charcos. Triste vida la de los hombres y mujeres sin paragua