Gregorio Martínez Cardona
Por Caracol Colunga
Cuando se estaban formando los ejidos en San Luis Potosí, varios trabajadores y jimadores de una hacienda mezcalera buscaron a Gregorio Martínez Cardona; el gobierno estaba repartiendo la tierra y ellos querían trabajarla, pero no sabían cómo. Desde chico, Gregorio sabía lo que es ser campesino. Como en un cuento clásico, vivía en un ranchito alejado de todo y sin más vecindad que el polvo. Sus medios hermanos mayores y una madrastra que no le tenía mucho aprecio lo obligaron a trabajar; se levantaba a las 5 de la mañana para sacar a las cabras a pastar y continuaba con las yuntas cuando su cuerpo ni siquiera alcanzaba para llevar bien el arado. Aunque sufrió mucho, la labor no sirvió de poco, pues se convirtió en el maestro de los jimadores.
Cuentan que cuando fue la partición de tierras, un avorazado se levantó antes y tomó para sí la parte más plana y sencilla de plantar en vez del espacio lleno de árboles y yerbajos que prometían inmensas jornadas de desmonte. Gregorio, sin resentimiento, escogió la parte difícil.
Al llegar el tiempo de cosecha, el avorazado contempló su tierra plana y seca. Gregorio tuvo cosecha de maíz y frijol ese año y todos los que vivió en el ejido.
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La familia está reunida, y aunque visten de luto casi todos, están juntos y en una carne asada. Hay nietos, sobrinos, hijas y e hijos de Gregorio. Al principio nadie dice nada y esperan, pero después de un rato, cada uno suelta lo que recuerda.
No es que fuera santo, aunque al final de sus días podía recitar cualquier pasaje de la Biblia, como antes citaba de memoria el Código Agrario. Sus hijos dicen que esperaba con gusto a los Testigos de Jehová para platicar del libro, al punto en que ya le sacaban la vuelta a su casa.
Quizá la cuestión con Gregorio era la memoria y la lectura. En el ejido lo nombraron tesorero porque podía contar y recordar mejor que todos. A la hora de ir numerando chivas, mientras todos los demás perdían el hilo, él podía recordar y acabar rápido con una labor que se volvía interminable para los otros.
Dos momentos en su vida sacudieron esa sensación de inteligencia y memoria. El primero sucedió en 1969, cuando Gregorio emigró del campo en San Luis Potosí a la ciudad de Monterrey, junto con su esposa, María Elena Canizález, y sus hijos.
“Nos fuimos porque mis hijos querían estudiar, no por hambre”, suelta Elena. Y después matiza contado que Juan y Margarita, dos de los diez hijos que tuvo la pareja, terminaron la primaria y desearon ir a secundaria. Emigraron igual que muchos más en esa ola de los 60 y 70 que pobló los cinturones de pobreza en Monterrey y dio pie a organizaciones de posesionarios politizados.
La familia de Gregorio no fue posesionaria, pues pidió asilo con parientes de Elena. “De arrimados”, remata Juan. Lo pronunció como broma, pero se nota que es un tema que todavía cala. Otro hijo, Chuy, levanta la cabeza y cierra los ojos para no llorar, o para que los demás no lo vean llorar. Con los ojos cerrados y hablando a maldiciones y lento, lentísimo, para que no se desate el llanto, cuenta que lo que más le dolió a Gregorio fue no poder adaptarse a la ciudad, cuando en el campo se le respetaba y era útil. Un hermano de Elena lo recibió preguntando “¿Para qué viniste, cuñado, para qué vienes si ni albañil eres?”. Con el tiempo y ayuda de un extraño, su padre compró un carretón para vender naranjas. Aunque a Luis, un hijo más de Gregorio, le da pena admitirlo, Chuy dice que se avergonzaban de su papá; si éste iba por una acera con el carretón, ellos se pasaban a la otra para que nadie pensara que lo acompañaban.
De todos modos tuvieron que ayudarlo algunas veces, y por eso recuerdan que a su padre le costó demasiado empezar a vender. Nunca fue un hombre violento o que dijera groserías; a todos sus hijos les hablaba de usted y no subía la voz. Naturalmente batalló para gritar su pregón, y lo que al principio le salió de la garganta fue un “¡Naranjas, naranjas!” tan débil y estrangulado que parecía rezo.
El trabajo le permitió comprar una casa, que aunque inició con techo de lámina, fue creciendo desigualmente. En el patio de esa misma casa, mientras pone carne y tortillas sobre el asador, Luis cuenta cuál fue la segunda ocasión en que Gregorio sintió que le fallaron la inteligencia y la memoria.
¿De dónde venía la obsesión por la Biblia? Sí, era religioso e iba a la Iglesia con Elena, también devota, pero eso no lo explicaba todo. Antes fue el Código Agrario y más cosas. Le gustaba leer, aunque aprendió a hacerlo ya grande porque no pudo ir a la escuela. Disfrutaba leyendo, y cuando las cataratas lo hicieron ir perdiendo la vista, Gregorio sufrió mucho. Casi al final de su vida se operó y pudo volver a las letras. “Eso lo animó mucho”, relata Luis mientras ofrece un plato con carne.
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Quizá sí era un hombre religioso, como cuenta su esposa. También fue alguien sencillamente bueno, agradecido con ella por enseñarle a vivir entre los hombres, por ayudarle a entender la ciudad, por cuidarlo y por sus hijos. La persona que un día compró un filtro para TV inservible sólo porque “era el último que le quedaba al vendedor y después podía irse a su casa”. Fue el hombre que murió repentinamente de un ataque al corazón y que en los últimos minutos pidió los brazos de Elena y no un rosario de su boca.
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