10/Diciembre/2011
Hermosillo, ciudad que duerme entre bucólicos sahuaros y chureas, y amanece entre ejecutados a balazos, asaltos a mano armada y la histeria rodando sobre calles congestionadas donde menudean los percances, los madrazos de carro a carro y la muerte salvaje, trágica, como la de Gleyda Korey Peraza Osuna, de tan sólo 16 años, quien fue atropellada por dos vehículos, uno de ellos, pesada unidad del lamentable transporte urbano.
Hermosillo, donde se juntaban los ríos Sonora y San Miguel, que anegaban los sembradíos de trigo, naranjos y algodón, y donde se sigue sembrando lo mismo a pesar de que ya no hay más ríos.
Añoranzas en desuso. Apuestas perdidas a favor de que las nuevas generaciones crean en la raíz y el origen. Guerra perdida en una ciudad que muere de sed, cuando en realidad se está muriendo por la incapacidad de los gobiernos y los poderes fácticos para plantear, para proponer una ciudad en crecimiento, como Hermosillo, capital de Sonora y por tanto, compuesta por toda esa diversidad que la enriquece y la identifica y la hace ser un ciudad, un territorio, un espacio en el que convivimos todos.
Y cuando digo todos, digo todos. Los más pobres y los más ricos. Los más bonitos y los más feos: los que pueblan las páginas de sociales en los diarios, con la misma profusión que otros pueblan la nota roja en esos mismos diarios.
Van algunas estampas de esta ciudad en que vivimos, y como dijo alguien de cuyo nombre no quiero acordarme, porque está de moda equivocarse, aquí nos tocó vivir.
I
Y cuando Carlos Peralta despertó, el mostrador todavía estaba ahí.
Vaya cosas que están pasando en la ciudad.
El citado señor Peralta, despachador de un expendio de cerveza, fue asaltado al filo de la media noche por un sujeto que huyó a bordo de un taxi y que a estas horas ha de soltar la carcajada a cada rato.
El hampón se hizo de 60 mil bolas mediante un procedimiento rápido y sencillo:
a).- Te paras cerca de un expendio.
b).- Esperas la hora del cierre y el corte de caja.
c).- Entras por la puerta lateral y a la malagueña, le das un madrazo al despachador, cerciorándote de que le truene en la pura ráiz de la oreja.
d).- Te robas el dinero.
e).- Te aseguras de que no habrá persecución (la salida decorosa y sin despertar sospechas incluye dejar al despachador pegado con Kola Loka).
b).- Esperas la hora del cierre y el corte de caja.
c).- Entras por la puerta lateral y a la malagueña, le das un madrazo al despachador, cerciorándote de que le truene en la pura ráiz de la oreja.
d).- Te robas el dinero.
e).- Te aseguras de que no habrá persecución (la salida decorosa y sin despertar sospechas incluye dejar al despachador pegado con Kola Loka).
¡En serio!
El despachador, que todavía se ha de andar sobando la cabeza con el pedazo de formica que trae adherido en la mano, explicó que después del megamadrazo, el delincuente le untó la palma derecha con pegamento instantáneo de la marca Top y lo dejó pegado al mostrador.
¡Lo dejó pegado al mostrador!
II
A pesar de todo, la ciudad es pródiga en historias de amor. En la zona de El Tijuanita, esta historia comenzó con la sugestiva y sugerente advertencia de una dama a su galán, tirado en la cama de su cuarto de hotel; “Cuando regrese, te quiero bichito”.
Y la historia terminó con un tercero en discordia cortándose las venas del antebrazo con el buche de una botella de plástico en las celdas de la comandancia Centro.
Desde la colonia Metalera, a Víctor lo inundó el espíritu de febrero loco y decidió ir al mercado del amor, donde por módicos 300 pesillos –tarifa regulada por la ley de la oferta y la demanda (de penicilina) se puede obtener una sesión completa de sexoservicio, que incluye pastura, techo y recargadero.
Los hechos fueron el miércoles, pero el amor no tiene horario, ni fecha en el calendario, así que Víctor pactó los términos del fugaz encuentro con la propia interesada, quien procedió a guardar los 300 varos en su bolso, ya que, como me han platicado, estas angelicales criaturas del Señor invariablemente cobran por Adela.
Una vez en el cuarto 23 del hotel Colonia, la dama salió a comprar algo para cenar, dejando en el buró su bolso y un sweater.
Procedió a ir por los tacos, no sin antes dejar a Víctor buceando en un mar de fantasías eróticas: “No tardo. Cuando regrese, te quiero bichito”, le dijo.
Cuando el tercer personaje, Domingo Estrada se metió como de rayo al cuarto 23 y recogió el bolso y el suéter, explicando atropelladamente que a su tía la había detenido la polecía, y le pidió que le llevara sus cosas, Víctor, que evidentemente aún no se bichaba, salió tras él, lo alcanzó y lo entregó a los agentes.
Domingo Estrada fue conducido a los separos, donde intentó suicidarse con un trozo de plástico, cortándose las venas.
La dama no aparece y Víctor… quizá Víctor la siga esperando en el cuarto 23, con mucha hambre… y bichito, por supuesto.
III
Dana Paola, Alejandra y Paul Zaid sonríen desde las cicatrices de su rostro dolorosamente quemado.
Con ellos, sonríen Javier Alexis, Dayana Paola, Héctor Manuel, Emilia, Carolina y Alejandro; Mía Reynna, Eva, Alejandro, Silvia María.
Desde una lona impresa con sus rostros, los niños atendidos en los hospitales Schrinners, sonríen desde el lugar que hace un año exacto se volvió un infierno y al cual han regresado para sonreír en medio de tanto llanto, de tanta rabia, de tantísimo dolor que se comienza a juntar frente a ellos, para marchar de nuevo, para no olvidar.
Las paredes de la guardería ABC siguen azules y ennegrecidas en las puertas y las ventanas con los vidrios rotos; en los boquetes abiertos por la gente que llegó antes que la policía y los bomberos para salvar más vidas y evitar que la tragedia fuera más grande, si es que eso es posible.
Suman miles antes de las seis de la tarde y se han reunido de nuevo para ser parte de un grito que se repetirá hasta dejar las voces roncas, afónicas, rotas las voces y mojadas por las lágrimas: “¡No están solos! ¡No están solos”.
Con ellos, sonríen Javier Alexis, Dayana Paola, Héctor Manuel, Emilia, Carolina y Alejandro; Mía Reynna, Eva, Alejandro, Silvia María.
Desde una lona impresa con sus rostros, los niños atendidos en los hospitales Schrinners, sonríen desde el lugar que hace un año exacto se volvió un infierno y al cual han regresado para sonreír en medio de tanto llanto, de tanta rabia, de tantísimo dolor que se comienza a juntar frente a ellos, para marchar de nuevo, para no olvidar.
Las paredes de la guardería ABC siguen azules y ennegrecidas en las puertas y las ventanas con los vidrios rotos; en los boquetes abiertos por la gente que llegó antes que la policía y los bomberos para salvar más vidas y evitar que la tragedia fuera más grande, si es que eso es posible.
Suman miles antes de las seis de la tarde y se han reunido de nuevo para ser parte de un grito que se repetirá hasta dejar las voces roncas, afónicas, rotas las voces y mojadas por las lágrimas: “¡No están solos! ¡No están solos”.
IV
Sábado, 11 de la mañana. Una morena de esas de cuarenta que no se cambian por dos de veinte, empuña el volante de la pesada unidad de la Ruta 4, que comienza a llenarse en Soriana Progreso, apenas la segunda parada, tras iniciar un recorrido que cruza de punta a cabo toda la ciudad.
Debe ser novata porque le falta voz a decir de su colega, con quien platica animadamente, y se lamenta de no tener tiempo para ciertas cosas que tenía pensado hacer el día siguiente, porque alguien le pidió montar un caballo, durante la manifestación que inaugura la edición 2010 de la Expo Ganadera, que después de tres años, por fin estará mejor que las Fiestas del Pitic.
Round a favor de la carne asada, en Solidaridad y Progreso.
La morena conduce el autobús con pata de fierro, entre acelerones y chirrido de balatas.
Conversa animadamente con una compañera suya, a juzgar por los uniformes todavía rojos, que las acreditan como choferes del sistema del transporte urbano en Hermosillo.
Rojos, aún en estos tiempos en que hasta la publicidad de la ExpoGan, tan roja ella, es azul, azul, azul.
Dos, tres paradas más y el camión se llena al ritmo intermitente del sonido electrónico que provoca el flujo de monedas cayendo en la moderna caja: ‘beep’… ‘beep-beep-beep’… ‘beep-‘beep’…
La que al parecer acaba de salir de turno, está empeñada en aconsejar a su amiga con demostraciones de que en este jale hay que ser dura y tener la voz firme para imponerse al rejego público.
A la copilota no se le va una:
“¡El señor que se subió por la puerta de atrás, por favor venga a echar acá las monedas!”, grita de nuevo, levantándose un poco del primer asiento.
El camión está al tope.
Pero a la copilota parece incomodarle una conversación en la que no puede ver el rostro de su interlocutora, porque la gente ha llenado el pasillo desde el fondo hasta el primer asiento y no la deja platicar a gusto con la conductora.
“¡Pásense para atrás, pásense para atrás!... ¡Está muy ancha la puerta allá atrás!”, grita con voz de trueno y se jacta ante su compañera, que antes había dado esa misma orden, pero con voz queda, como de sugerencia.
“Te falta voz a ti”, le dice, con la voz de la experiencia en esas lides.
Sube mucha gente. Entre ellos, un joven de shorts y camiseta; guitarra en mano, que como puede, se pasa precisamente hasta la parte de atrás. Y al rato, comienzan los acordes de una canción espeluznante, que habla de células cutáneas y glóbulos rojos; de la inmensidad del universo y la pequeñez del espacio que ocupamos en ese camión.
El muchacho entrevera versos en inglés y en español. Su voz es clara y fuerte cuando canta una canción de Gloria Trevi, dedicada a la madre, anunciada por una especie de promesa a voz en cuello, de no volver a utilizar la palabra ‘madre’ como una ‘mala palabra’.
“Canto esta canción a toda madre… la dicha que te doy es poca, madre… como el agua eres pura, madre… yo quiero que un beso me des, madre… “, y así.
Habla del sábado como el día de Saturno y avisa que pasará por unas monedas. Lo hace a como puede, son pocas pero cruza todo el camión, hasta llegar con las ‘choferas’, a quienes agradece lo hayan dejado subir.
“Muchas gracias”, les dice.
“Gracias a ti”, le responde la que va al volante, dejando flotar un par de segundos y agrega: “¡Cantas a toda madre, wey!”.
Y las dos estallan en carcajadas y yo también.
Para entonces, por pura curiosidad reporteril se hace el recuento: todos los asientos ocupados y cincuenta pasajeros de pie.
El aire se hace más húmedo y más caliente. La chica de al lado pega la barbilla al cuello y sopla apretando los labios, viento fresco sobre su escote, al llegar al bulevar Salazar.
Cuando llega a Wall Mart, es imposible subir más gente. Pero la gente quiere subir. Tiene prisa por llegar a donde va y se amontonan en las paradas.
En la banqueta comienzan los empujones y reclamos. En el camión también. Y surgen los gritos. Los mismos gritos de hace dos, tres, cinco, diez… ¿Cuántos años?:
-¡Ya no caben!
-¡Pásense para atrás!
-¡Mete la prensa!
-¡Pónle batanga!
Y la morena tiene que subir la voz, como le aconsejó su compañera:
“¡Pues es que ya no cabe más gente, y la gente se quiere subir! ¿Qué quieren que haga?”, grita, un tanto cuanto desesperada, dirigiéndose a los pasajeros.
-¡Súbelos al techo!, le responde alguien en otro grito.
La morena se encabrona. Advierte que ya se va y que va a cerrar las puertas. Algo así como que no responde chipote con sangre. Y que si quieren la parada, la pidan con tiempo. Y regresa a su pata de fierro y los chirridos de balatas.
En el camión la gente suda y reclama. La conductora les responde a gritos que se aguanten. Que hasta mayo se va a encender la refrigeración. Casi casi como que la única cosa moderna que hay en el camión, es la cajita registradora que hace ‘beep’ ‘beep’ con luces verdes intermitentes.
En la prensa, mientras tanto, se registran los encuentros de los líderes, funcionarios, dirigentes y demás responsables de que el transporte urbano siga siendo, después de tantos años, una fuente generosa de dinero para ellos, y un martirio cotidiano para los usuarios.
Sábado, 11 de la mañana. Una morena de esas de cuarenta que no se cambian por dos de veinte, empuña el volante de la pesada unidad de la Ruta 4, que comienza a llenarse en Soriana Progreso, apenas la segunda parada, tras iniciar un recorrido que cruza de punta a cabo toda la ciudad.
Debe ser novata porque le falta voz a decir de su colega, con quien platica animadamente, y se lamenta de no tener tiempo para ciertas cosas que tenía pensado hacer el día siguiente, porque alguien le pidió montar un caballo, durante la manifestación que inaugura la edición 2010 de la Expo Ganadera, que después de tres años, por fin estará mejor que las Fiestas del Pitic.
Round a favor de la carne asada, en Solidaridad y Progreso.
La morena conduce el autobús con pata de fierro, entre acelerones y chirrido de balatas.
Conversa animadamente con una compañera suya, a juzgar por los uniformes todavía rojos, que las acreditan como choferes del sistema del transporte urbano en Hermosillo.
Rojos, aún en estos tiempos en que hasta la publicidad de la ExpoGan, tan roja ella, es azul, azul, azul.
Dos, tres paradas más y el camión se llena al ritmo intermitente del sonido electrónico que provoca el flujo de monedas cayendo en la moderna caja: ‘beep’… ‘beep-beep-beep’… ‘beep-‘beep’…
La que al parecer acaba de salir de turno, está empeñada en aconsejar a su amiga con demostraciones de que en este jale hay que ser dura y tener la voz firme para imponerse al rejego público.
A la copilota no se le va una:
“¡El señor que se subió por la puerta de atrás, por favor venga a echar acá las monedas!”, grita de nuevo, levantándose un poco del primer asiento.
El camión está al tope.
Pero a la copilota parece incomodarle una conversación en la que no puede ver el rostro de su interlocutora, porque la gente ha llenado el pasillo desde el fondo hasta el primer asiento y no la deja platicar a gusto con la conductora.
“¡Pásense para atrás, pásense para atrás!... ¡Está muy ancha la puerta allá atrás!”, grita con voz de trueno y se jacta ante su compañera, que antes había dado esa misma orden, pero con voz queda, como de sugerencia.
“Te falta voz a ti”, le dice, con la voz de la experiencia en esas lides.
Sube mucha gente. Entre ellos, un joven de shorts y camiseta; guitarra en mano, que como puede, se pasa precisamente hasta la parte de atrás. Y al rato, comienzan los acordes de una canción espeluznante, que habla de células cutáneas y glóbulos rojos; de la inmensidad del universo y la pequeñez del espacio que ocupamos en ese camión.
El muchacho entrevera versos en inglés y en español. Su voz es clara y fuerte cuando canta una canción de Gloria Trevi, dedicada a la madre, anunciada por una especie de promesa a voz en cuello, de no volver a utilizar la palabra ‘madre’ como una ‘mala palabra’.
“Canto esta canción a toda madre… la dicha que te doy es poca, madre… como el agua eres pura, madre… yo quiero que un beso me des, madre… “, y así.
Habla del sábado como el día de Saturno y avisa que pasará por unas monedas. Lo hace a como puede, son pocas pero cruza todo el camión, hasta llegar con las ‘choferas’, a quienes agradece lo hayan dejado subir.
“Muchas gracias”, les dice.
“Gracias a ti”, le responde la que va al volante, dejando flotar un par de segundos y agrega: “¡Cantas a toda madre, wey!”.
Y las dos estallan en carcajadas y yo también.
Para entonces, por pura curiosidad reporteril se hace el recuento: todos los asientos ocupados y cincuenta pasajeros de pie.
El aire se hace más húmedo y más caliente. La chica de al lado pega la barbilla al cuello y sopla apretando los labios, viento fresco sobre su escote, al llegar al bulevar Salazar.
Cuando llega a Wall Mart, es imposible subir más gente. Pero la gente quiere subir. Tiene prisa por llegar a donde va y se amontonan en las paradas.
En la banqueta comienzan los empujones y reclamos. En el camión también. Y surgen los gritos. Los mismos gritos de hace dos, tres, cinco, diez… ¿Cuántos años?:
-¡Ya no caben!
-¡Pásense para atrás!
-¡Mete la prensa!
-¡Pónle batanga!
Y la morena tiene que subir la voz, como le aconsejó su compañera:
“¡Pues es que ya no cabe más gente, y la gente se quiere subir! ¿Qué quieren que haga?”, grita, un tanto cuanto desesperada, dirigiéndose a los pasajeros.
-¡Súbelos al techo!, le responde alguien en otro grito.
La morena se encabrona. Advierte que ya se va y que va a cerrar las puertas. Algo así como que no responde chipote con sangre. Y que si quieren la parada, la pidan con tiempo. Y regresa a su pata de fierro y los chirridos de balatas.
En el camión la gente suda y reclama. La conductora les responde a gritos que se aguanten. Que hasta mayo se va a encender la refrigeración. Casi casi como que la única cosa moderna que hay en el camión, es la cajita registradora que hace ‘beep’ ‘beep’ con luces verdes intermitentes.
En la prensa, mientras tanto, se registran los encuentros de los líderes, funcionarios, dirigentes y demás responsables de que el transporte urbano siga siendo, después de tantos años, una fuente generosa de dinero para ellos, y un martirio cotidiano para los usuarios.
*Texto leído en la mesa de cronistas convocada por el IMCATUR, en la que compartimos espacio con Miguel Ángel Avilés y Carlos Sánchez, el viernes por la tarde, en la Plaza Zaragoza, como parte de las actividades por el 50 aniversario del escudo de Hermosillo.
chaposoto67@hotmail.com
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Se admiten, madrazos, chingadazos si son justos y merecedores. Quien este libre de pecado que tire el primero