Eduardo Ortiz León
Caborca, Sonora.- Son las 3.00 de la mañana pasadas, todo está en silencio en las calles que rodean el domicilio de la familia Rivera, por calle 17 y avenida C, a espaldas del motel San Carlos. A tan solo dos cuadras de la vivienda que ocupan los padres del alcalde Darío Murillo.
De pronto, fuertes golpes en la puerta principal despiertan a sus moradores.
Alarmados por el estruendo y desconociendo qué pasa, uno de sus habitantes, Uriel, se levanta adormilado y se asoma por una ventana para observar cómo un grupo de hombres, vestidos con ropas obscuras y encapuchados, golpean y patean la puerta, por lo que opta por abrirla. Entonces empieza una hora de pesadilla y terror para él y su hermano Jesús, que dormía en otra habitación y que acudió a los gritos.
Inmediatamente un gorila encapuchado y otros más le ordenan tirarse al suelo boca abajo y no mirar bajo pena de golpearlos si lo hacen; dicen ser agentes federales y que han recibido una denuncia de que en esa casa hay personas secuestradas y armas, por lo que van a catear la casa.
Para eso ellos están ya tirados sobre el frío piso, con el rostro pegado a él, y un sujeto apuntándoles a cada uno de ellos en la cabeza con sus rifles.
Empieza la fiesta para los invasores que vinieron a romper la tranquilidad de su sueño; se oyen golpes de cosas que caen, puertas destrozadas y algunas que se abren y se cierran en las diferentes habitaciones de la morada familiar.
Quieren hablar, no pueden, se los impiden las botas que sin justificación alguna hollaron el hogar, Una hora que parece, un día, una semana, un mes, años y siglos para dos jóvenes cuyo único delito es haber estado reposando en su hogar, ante la ausencia del padre que, por razones de trabajo, andaba fuera esa noche terrible para todos los involucrados aun y cuando no estuvieran presentes.
Para los presentes los maltratos físicos y verbales, para los ausentes la impotencia de no poder hacer nada en la distancia, al enterarse del abuso y atropello cometido en su propiedad y la persona de los hijos, que se supone estaban en el lugar más seguro del mundo, el hogar.
Por fin acaba la pesadilla y los invasores se van, no hallaron armas, tampoco a personas secuestradas y sólo queda la impotencia de sentir su intimidad violada, despojada su tranquilidad y el terror que los envuelve.
Una vez solos, empieza el recuento de los daños, un cuadro de la virgen de Guadalupe destrozado que adornaba un pequeño altar, pidiendo en silencio, ojalá y les castigue por los abusos cometidos, pensando que la ley no les hará justicia.
Eso fue lo primero, después unos tenis nuevos que estaban en su caja con su ticket de compra con valor de 180 dólares, un blackberry, otros 500; entre 2 y 3 mil dólares que guardaban para la compra de artículos para vender en un bazar propiedad de la familia; 5 mil 500 pesos de la venta del día, ropa nueva guardada en los closets destrozados por un monto aún no cuantificado y, el colmo, 2 kilos de camarón en el refrigerador.
Más tarde, al salir a la cochera, ven el auto de Uriel, con las puertas abiertas y destrozos en el tablero, la guantera abierta: los documentos del vehículo desaparecieron así como 500.00 pesos que ahí estaban.
Esta historia pretende contar y llevar al lector a que viva la experiencia que tuvo esta familia y en la que los malos son quienes nos deben de proteger y no la parte contraria, ya que son muchos los casos en que esos supuestamente representantes de la ley, se han visto inmiscuidos, sin que hasta el momento nadie les ponga freno, esperemos que ahora si con la llegada del nuevo agente del ministerio público de la federación se ponga un alto a estos atropellos que empañan la imagen de la Procuraduría General de la República y que en este caso él es su máximo representante aquí en la región y principal afectado por este tipo de hechos tan vergonzosos como indignantes.
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Se admiten, madrazos, chingadazos si son justos y merecedores. Quien este libre de pecado que tire el primero